«Alguien me habló todos los días de mi vida al oído, despacio, lentamente. Me dijo: ¡Vive, vive, vive! Era la muerte», Jaime Sabines
La muerte es un tema incómodo y pensar acerca de ella, aún más. ¿Por qué cuesta tanto hablar de y aceptar la muerte? ¿Por qué no se puede incorporar como parte de la vida? ¿Por qué da tanto miedo? ¿Por qué la muerte se les oculta o se les disfraza a algunos niños?
Parece necesario pensar y hablar más de la muerte, que se pueda normalizar como el hecho natural que realmente es. En este sentido, un cambio seguramente ayudaría, entre otros aspectos, a una prevención de complicaciones añadidas al dolor propio de la pérdida.
Vivimos de espaldas a la muerte, y esto nos aleja de una realidad. Uno de los principales obstáculos que nos impiden comprender y aceptar la propia muerte es que el inconsciente es incapaz de representarse que nuestra existencia llegue a su fin. Somos pequeños, pero nos creemos inmortales. Vivimos como si nuestra vida nunca fuese a terminar.
El hecho de pensar la muerte como parte de la vida es complejo, por la tristeza que produce la pérdida. Pero, así como es aceptado realizar el duelo y tomarnos el tiempo suficiente para adaptarnos emocionalmente, también es necesario pensar la muerte e integrarla en la vida cotidiana. Este enfoque pone en funcionamiento el mecanismo de la anticipación, que hará más transitable la senda hacia el inevitable final.
Es frecuente escuchar a los padres, cuando un ser querido muere, decir a sus hijos frases del tipo «está dormido» o que «ha hecho un viaje muy largo». ¿A quién intentan proteger? ¿Y de qué? Es importante integrar al niño en el proceso de la muerte, que pueda acudir al funeral para poder despedirse, simbolizar la pérdida; que los padres sean capaces de hablar con sus hijos de lo que ha sucedido, con palabras sencillas para su edad, sin distorsionar la realidad.
Para muchos médicos, la muerte significa un fracaso y el fracaso de la medicina, que se vuelve cada vez más inhumana. Hay un número creciente de gente que muere en el hospital en vez de hacerlo en su casa o en residencias. Se traslada al paciente donde está la técnica, cuando lo lógico sería al revés. Muchos médicos siguen preocupados por el tamaño del tumor, por ese órgano que funciona mal, por lo que abarca su exclusiva especialidad, olvidando a menudo aspectos psicológicos y deshumanizando al paciente. Se despreocupan de la causa de su dolencia y, así, de su padecer.
Nada produce más alivio que el gesto y la escucha amables. Si a los enfermos terminales se les da la oportunidad de expresar sus emociones, su rabia, sus lamentos, que puedan concluir sus asuntos pendientes, que hablen de sus temores, aceptarán, en muchos casos, morir en paz y con dignidad. No es que vayan a sentirse felices, pero tampoco deprimidos o furiosos.
La muerte forma parte de la vida, es la única certeza que ella comporta. Si no se vive una buena vida, incluso en los momentos finales, no se puede experimentar una buena muerte.
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