Una persona joven consulta porque, cuando ronda los veinte años, sigue teniendo temor ante su primera relación sexual genital completa y compartida. Habla de sus escarceos con otras jóvenes de la siguiente manera: «Nos enrollamos», «me tocó ahí», «tuvimos sexo», «hicimos petting pero no quise seguir», «fantaseo con poder hacerlo la primera vez con un amigo, alguien con quien no me comprometa»... Aunque el psicoterapeuta le invita a precisar su manera de expresarse, sigue vadeando la cuestión con idénticos eufemismos. El empobrecimiento del léxico entre las personas jóvenes es una preocupante señal de su hambruna anímica, que viene a sumarse en muchos casos a la hambruna económica. Vivir en un mundo donde los únicos estados anímicos posibles son estar agobiado, tener ansiedad o encontrarse bien, sin más, donde las relaciones amorosas consisten en enrollarse, tocarse ahí, tener sexo (como si existiera alguien que no tenga sexo) o hacer petting es limitar a esas expresiones toda una constelación de vivencias, afectos y pensamientos que resultan imposibles. Enrollarse, tocarse ahí, hacerlo, tener sexo... son eufemismos, desvíos, rodeos para no nombrar algo que se intenta evitar. Renunciar al nombre de las cosas es el primer paso para acabar renunciando a las cosas mismas. Si nos quedamos sin la palabra seremos más pasivas y, con gran probabilidad, más fácilmente sometidos a los dictados del mercado y al poder del otro.
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Una pareja acude a la escuela donde su hijo cursa los primeros años de aprendizaje reglado, a petición de la directora. Se reúnen con ella, con la maestra y con la psicóloga: resulta que el chico «no para quieto», no atiende en clase, parece distraído o aburrido con lo que se enseña, molesta a sus compañeros y sólo parece a gusto en los tiempos de recreo, cuando con frecuencia hace dos o tres actividades a la vez. La pareja admite que en casa el chico también «es muy movido», hasta el punto de que a veces, mientras hace los deberes, con un pie está jugando con la pelota y con una mano libre juguetea con cualquier objeto pequeño. La psicóloga, después de algunas pruebas protocolarias, sugiere que el chico tiene un Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), y recomienda a los padres que visiten a un psiquiatra, porque con medicación el trastorno del chico puede remitir. El negocio del pastilleo ya no es exclusivo de las discotecas más hardcore: ahora sirve también para tranquilizar. ¿A los niños? No, sobre todo a maestros, directores, psicólogos y, cómo no, a padres y madres con pocas ganas de hacerse responsables de cómo educan a sus hijos. Porque, si mi hije está trastornade, ¿qué culpa tenemos nosotres? Y aquí acude la farmacopea en auxilio de la desresponsabilización.
Una persona vive la realidad como una obra del destino, un material premoldeado con el que nada puede hacer para construir una vida propia. Y como su realidad es obra del destino, acude a los lugares donde le parece apropiado depositar su fe a cambio de recibir las migajas de los intereses: los gabinetes de diferentes adivinadores de la suerte, los templos donde le ofrecen la promesa de otra vida mejor cuando se acabe esta vida. El destino no es una sentencia de muerte. Podría llamarse de otra forma. Deseo, por ejemplo.
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