Una pareja acude a la escuela donde su hijo cursa los primeros años de aprendizaje reglado, a petición de la directora. Se reúnen con ella, con la maestra y con la psicóloga: resulta que el chico «no para quieto», no atiende en clase, parece distraído o aburrido con lo que se enseña, molesta a sus compañeros y sólo parece a gusto en los tiempos de recreo, cuando con frecuencia hace dos o tres actividades a la vez. La pareja admite que en casa el chico también «es muy movido», hasta el punto de que a veces, mientras hace los deberes, con un pie está jugando con la pelota y con una mano libre juguetea con cualquier objeto pequeño. La psicóloga, después de algunas pruebas protocolarias, sugiere que el chico tiene un Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), y recomienda a los padres que visiten a un psiquiatra, porque con medicación el trastorno del chico puede remitir. El negocio del pastilleo ya no es exclusivo de las discotecas más hardcore: ahora sirve también para tranquilizar. ¿A los niños? No, sobre todo a maestros, directores, psicólogos y, cómo no, a padres y madres con pocas ganas de hacerse responsables de cómo educan a sus hijos. Porque, si mi hije está trastornade, ¿qué culpa tenemos nosotres? Y aquí acude la farmacopea en auxilio de la desresponsabilización.
Una persona vive la realidad como una obra del destino, un material premoldeado con el que nada puede hacer para construir una vida propia. Y como su realidad es obra del destino, acude a los lugares donde le parece apropiado depositar su fe a cambio de recibir las migajas de los intereses: los gabinetes de diferentes adivinadores de la suerte, los templos donde le ofrecen la promesa de otra vida mejor cuando se acabe esta vida. El destino no es una sentencia de muerte. Podría llamarse de otra forma. Deseo, por ejemplo.
Fabián Ortiz
Una persona asiste al paso del tiempo observando con horror cada nueva marca en su rostro, cada gramo de grasa depositado en su contorno, la pérdida de tersura de la piel, la aparición de una cana que se suma en silencio a sus congéneres. Un terrible día, después de una considerable inversión de dinero en productos cosméticos, la persona no lo soporta más (no se soporta más) y corre a una clínica para que le digan cuántos cortes y cuántos euros serán necesarios para reparar lo que considera estropeado. El valor de lo bello está sólo en relación con nuestra percepción, así que es independiente de su perduración en el tiempo. La persona, ante la idea de que la belleza es perecedera, padece el dolor que causará su desaparición, y así se priva del goce por lo bello.