Una persona vive la realidad como una obra del destino, un material premoldeado con el que nada puede hacer para construir una vida propia. Y como su realidad es obra del destino, acude a los lugares donde le parece apropiado depositar su fe a cambio de recibir las migajas de los intereses: los gabinetes de diferentes adivinadores de la suerte, los templos donde le ofrecen la promesa de otra vida mejor cuando se acabe esta vida. El destino no es una sentencia de muerte. Podría llamarse de otra forma. Deseo, por ejemplo.
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