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Terapias combinadas para una Vida Plena
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La costumbre tiene ya unos cuantos años, tal vez más de una década. Una mujer heterosexual queda encinta, y su pareja, un hombre heterosexual, proclama: «Estamos embarazados». Ella misma, la embarazada, hace suyo el plural y lo va repitiendo por ahí, ante sus familiares, amigas y conocidas. Pero, niñas, niños y niñes, tomad nota: los únicos seres humanos que pueden quedar embarazadas son las hembras, que también son quienes paren a sus crías.


Decir «estamos embarazados», cuando sólo un miembro de la pareja tiene esa capacidad, no es una moda, una frase al pasar, un asunto menor o, como podría pensarse con la lectura de este artículo, una frivolidad de la que no es necesario hacerse cargo. La frasecita, si la analizamos, encierra toda una carga milenaria de hegemonía heteropatriarcal. «A usted se le va la pinza», escucho a una lectora que me interpela. No, le respondo a esa persona, no me he vuelto loco ni exagero un ápice.


El asunto volvió a asaltarme porque, hace cuatro días, una mujer hetero cis a quien atiendo en la consulta soltó el ya célebre «estamos embarazados». La hice volver sobre la frase, que de no haber sido así se habría deslizado quietamente hacia el olvido, y se defendió alegando que fue la médica que la atendió quien utilizó ese modo, que embarazaba también al marido de la paciente. Pero da igual quién lo diga, sea médica, paciente, bombera, primera ministra o astronauta: el asunto no pasa por el emisor, sino por las connotaciones que conlleva. Dicho de otro modo: porque están en juego, una vez más, relaciones de poder.


Si las mujeres son las únicas capaces de quedarse embarazadas y, por tanto, de parir a sus hijas e hijos, ¿qué pintan en ello los hombres, como para atribuirse una distinción semejante que les es totalmente ajena? Pintan, queridas niñas, niños y niñes, lo que han venido pintando desde el origen de los tiempos, o sea, la apropiación indebida de algo que no les pertenece. El expolio milenario que han padecido y aún hoy padecen millones de mujeres en todo el planeta no debe ser permitido ni un día más. Y esto pasa, obviamente, por los hechos, pero también por el uso de las palabras que empleamos para nombrar la realidad.


Resulta que me quedo embarazada, que tendré que vérmelas con la angustia de no saber cómo marchará la gestación, que deberé aguantar como puedas las náuseas, los vómitos, la hinchazón de mis pies, la incomodidad para dormir cuando mi panza crezca más y más, las constantes ganas de mear porque la presión del feto sobre la vejiga produce que vaya una y otra vez al lavabo, tal vez el estreñimiento que muchas veces acarrea el embarazo, la pesadez de mi cuerpo entero, las contracciones y otra vez la angustia, ahora ante el parto, el trabajo en el paritorio, tal vez una cirugía cesárea y, por fin, después de mucho esfuerzo y tanto tiempo, ver nacer a mi criatura… para que venga el padre a decirme, a decirle al mundo, que la mitad de todo eso es suyo porque el también estaba embarazado.


Como dijo Freud hace un siglo, se empieza por renunciar al nombre de la cosa y se acaba por ver cerrado el acceso a la cosa misma.


Un hombre abraza a una mujer embarazada
«Estamos embarazados»

Una persona a la que llamaremos P. está insatisfecha con el curso de su vida y decide pedir ayuda, una suerte de orientación, a un profesional. Acude a la consulta, relata lo que considera su problema, se informa sobre el tipo de terapia, el coste, la frecuencia y otros detalles. Tras pensar al respecto, decide comenzar dicha terapia. Al cabo de unas pocas sesiones, tras observar que no se producen los avances que esperaba, decide abandonar.


P. busca entonces la ayuda de otra profesional, con un enfoque diferente. «Esto es lo que necesito», se dice convencida después de recibir información sobre cómo y cada cuánto tiempo tendrán lugar las sesiones terapéuticas. Sin embargo, cuando lleva un puñado de visitas a la nueva profesional, se convence de que esta no es tampoco la orientación que anhelaba.


Y allá va P., de nuevo, a hablar con otras profesionales, pertenecientes a diversas escuelas, con modelos teóricos bien distintos, con la esperanza de que alguna de esas ofertas se ajuste a lo que anda buscando. Prueba aquí, prueba allá y acullá, pero ninguno de los trajes se ajusta a su silueta.


Un hombre espera en la terminal de un aeropuerto
El turista terapéutico

Cuando algo en nuestra vida se repite una y otra vez, aunque las personas con las que interactuamos cambian y cambian también las situaciones y los escenarios, lo que se está revelando ante nosotros es que el factor de repetición posee un nombre concreto: yo. Lo que queda intocado, continúa invariable, es ese ego que se resiste a cualquier interpelación, a cualquier cuestionamiento externo.


P., como muchas otras personas en la actualidad, se dedica a lo que llamamos turismo terapéutico, un desfile más o menos constante, un casting metódicamente desarrollado, de una a otra consulta profesional. Según el psicoanalista francés Jacques Lacan, todas las terapias curan. Es cierto, sí, pero habría que añadir que cualquier terapia puede resultar eficaz… siempre y cuando la persona que consulta se comprometa con lo que requiere, necesariamente, un trabajo personal profundo. El turista terapéutico no se compromete; ese es su distintivo.


El modelo médico tradicional, el que propone que una persona que padece un malestar consulta con un profesional que sabe lo que le ocurre y se pone en sus manos para que sea él quien se haga cargo de la cura, no vale para los procesos de transformación de la personalidad. Es fundamental hacerse cargo de una misma y, cuando el trabajo terapéutico nos confronta con nuestras oscuridades, poseer el valor de seguir adelante, en la confianza de que el acompañamiento del profesional nos ayudará a atravesar las sombras.


La diferencia entre un viajero y un turista reside, fundamentalmente, en que el turista acude a los sitios en busca de lo que sabe que encontrará, mientras que el viajero se mueve abierto a lo que el camino esté dispuesto a mostrarle. La terapia debería ser un viaje, nunca un destino turístico.

  • Foto del escritor: Eva Rodríguez Renom
    Eva Rodríguez Renom

El sufrimiento viene dado muchas veces por recuerdos traumáticos e insoportables. Cada nueva experiencia o acontecimiento vivido está contaminado por el pasado.


No podemos cambiar lo que sucedió, pero sí podemos crear espacios emocionales seguros desde los que enfrentar esos recuerdos y romper el ciclo de repetición.


El primer paso hacia una vida más plena y segura es aprender a identificar, sentir y nombrar lo que ocurre en nuestro interior. Reconocer nuestras emociones y ponerles palabras es un acto profundo de autocomprensión.


Otro paso crucial es integrar el cuerpo en el proceso terapéutico. Es necesario enseñarle a nuestro organismo que aquello que nos hirió, ya pertenece al pasado. A través de un trabajo consciente y sereno con los pensamientos, emociones y sensaciones corporales, es posible desactivar las respuestas automáticas que quedaron grabadas en nuestro cerebro emocional.


El cuerpo no olvida


La autoconciencia física sirve para liberarnos de la tiranía del pasado
¿Qué dice tu cuerpo?

¿Cuántas veces recurrimos a la mente para ocultar lo que nos sucede? Sin embargo, lo que intentamos reprimir se manifiesta en el cuerpo, que recuerda y expresa lo que aún no hemos resuelto. ¿Qué dice tu cuerpo?


El consumo elevado de medicamentos, el mal uso y abuso de las drogas, comportamientos autolesivos y el exceso de carga laboral ocultan temporalmente las sensaciones y los sentimientos insoportables, pero nuestro cuerpo tiene memoria y sigue llevando la cuenta.


El proceso terapéutico es verdaderamente transformador cuando logramos liberarnos del pasado, no mientras seguimos atrapados en él. Cerrarse al dolor implica también cerrarse a las fuentes de placer y de alegría vital.


Vivir en el presente


Debemos aprender a habitar el presente. Observar y tolerar nuestras reacciones físicas nos permite revisar el pasado de manera segura. La capacidad de sentirnos seguras en compañía de otras personas es esencial para construir una vida plena y con sentido.


En este camino, la autoconciencia corporal es una herramienta poderosa. Nos ayuda a liberarnos de la tiranía del pasado y a mirar nuestro cuerpo con curiosidad y aceptación, en lugar de con miedo.


Este es el camino para volver a ser dueñas de nuestra vida, con autenticidad y libertad.

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