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Terapias combinadas para una Vida Plena
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Vivimos en una sociedad profundamente adictiva bajo el paraguas de la cultura del exceso, de la sobreestimulación y del consumo inagotable, que puede provocar reacciones intensas similares a ciertas drogas. En este continuo bombardeo al que estamos sometidas observamos una tendencia cada vez mayor a un individualismo preocupante que nos aleja de los vínculos (o los dificulta y hasta imposibilita) y aumenta el vacío emocional que allana el camino hacia comportamientos y personalidades adictivas.


¿Hay personas con más tendencia a las adicciones?
¿Hay personas con más tendencia a las adicciones?

La sustancia en sí no nos convierte en adictas, pero si la usamos como anestesia para no sentir o como una vía rápida para no hacer frente a aquello que nos ocupa y preocupa, no cabe duda de que hay más posibilidades de caer en una adicción.


Adicciones hay muchas y diversas: a sustancias como alcohol, nicotina, cocaína, heroína, metanfetaminas; a medicamentos como los opioides o los ansiolíticos; al juego; a la comida; a los retoques estéticos a través de la cirugía o los productos químicos; a los dispositivos móviles; al sexo; a las compras; al ejercicio físico… Cada tipo de adicción tiene sus propias características y puede afectar a las personas de diferentes maneras. En este breve artículo vamos a intentar centrarnos en aquellos comportamientos adictivos que envuelven a la adicción, sea a sustancias, cosas o acciones, con la intención de seguir abriendo líneas de investigación y acompañamiento.


¿Qué factores y circunstancias pueden llevar a un comportamiento adictivo? ¿Hay personas con más tendencia a las adicciones? Son cuestiones muy amplias y complejas que están determinadas e influenciadas por una combinación de múltiples factores, sin olvidar que cada persona es única y cada caso es singular. Sin embargo, en cuanto a la tendencia a desarrollar una conducta adictiva, sí que puede haber ciertos rasgos que favorecen que algunas personas sean más propensas. Mencionamos algunos de los más relevantes:


  • Alta impulsividad, baja autoestima y falta de identidad.

  • Falta de límites y ausencia clara de autoridad.

  • Baja tolerancia a la frustración y/o haber sufrido experiencias emocionales dolorosas o traumáticas.

  • Falta de atención, abusos o represión de las emociones en el desarrollo.

  • Búsqueda de placer y gratificación inmediata, etc.

Estas características no son determinantes por sí solas, pero sí pueden interactuar para contribuir al desarrollo de una personalidad adictiva y aumentar comportamientos compulsivos, en la búsqueda de gratificación en sustancias o acciones.

Las creencias que sostenemos acerca de nosotras mismas, de los demás y del mundo que nos rodea determinan en gran medida nuestros sentimientos, nuestra personalidad y conducta. La personalidad adicta obra muchas veces bajo un falso sistema de creencias que desconoce o que ni tan siquiera se da cuenta con qué o con quiénes se ha identificado inconscientemente. Le cuesta mucho afrontar los problemas, satisfacer sus necesidades emocionales, reconocer su imperfección, como también ser ayudada por otras personas cuando su estado de ánimo le resulta intolerable. Es su malestar interno lo que le hace ser tan vulnerable a las adicciones, y no a las sustancias o a las actividades mismas.


La personalidad adicta queda congelada y suspendida en el tiempo, y parece que esté incapacitada para afrontar los problemas cotidianos debido a una alteración de su estado de ánimo. ¿Qué es lo que busca a través de sustancias y conductas descontroladas? Puede buscar muchas cosas y muchas de ellas desconocidas, pero entre las más frecuentes observamos que persigue sentir que pertenece, que es aceptada, que se siente segura, amada, autónoma, vital, distendida, importante, sociable, potente… No trata de lastimarse deliberadamente, sino que intenta salir del paso.


La personalidad adicta está claramente influenciada y marcada por una sociedad sin límites, por la creencia en lo ilimitado, por la propia historia personal y, sobre todo, familiar. Si muchas personas creen que la propia imagen es más importante que cultivar la autenticidad y la diversidad, las que no se ajustan a esa búsqueda de perfección imposible sentirán que no son suficientes ni perfectas, alimentando el camino hacia la adicción.


Si evitamos sentir lo que nos duele, porque no hemos aprendido a enfrentarnos a ello, porque hemos creído que somos indignas de ser queridas o porque nunca hemos tenido experiencias emocionales favorables con nuestros padres, buscaremos modos de evitar la realidad y de escapar del malestar interno, dado que suponemos que no somos lo bastante buenas. Pensar de este modo es muy hiriente, así que la manera de protegernos de eso que nosotras mismas pensamos, de hacerlo más soportable, es proyectarlo sobre las otras personas, y así pensaremos que son ellas quienes piensan así.

Los sentimientos no desaparecen al taparlos, sino que siguen influyendo desde lo inconsciente. Hay que des-aprender con ayuda, trabajo, constancia y, sobre todo, coraje, para aprender algo nuevo: que hay otras opciones entre reprimir y actuar, que no es útil pensar en blanco y negro. Se ha de ir hacia los grises, hacia esas opciones intermedias desconocidas y aprender a observar lo que sentimos, a arriesgarnos a ser emocionalmente vulnerables, a aceptar lo que aparezca, por muy doloroso que sea. De esta manera, quizás, se podrá evitar llenar con el comportamiento adictivo los huecos interiores, la desaprobación, las críticas y el rechazo de los demás (muchas veces imaginado). Aprender a ser capaces de fijar límites, a no ser tan severamente críticas con nosotras mismas y a descubrir un sentido y un objetivo a esta vida efímera y a esta sociedad adicta. El reto, sin duda, es inmenso, pero posible.




La costumbre tiene ya unos cuantos años, tal vez más de una década. Una mujer heterosexual queda encinta, y su pareja, un hombre heterosexual, proclama: «Estamos embarazados». Ella misma, la embarazada, hace suyo el plural y lo va repitiendo por ahí, ante sus familiares, amigas y conocidas. Pero, niñas, niños y niñes, tomad nota: los únicos seres humanos que pueden quedar embarazadas son las hembras, que también son quienes paren a sus crías.


Decir «estamos embarazados», cuando sólo un miembro de la pareja tiene esa capacidad, no es una moda, una frase al pasar, un asunto menor o, como podría pensarse con la lectura de este artículo, una frivolidad de la que no es necesario hacerse cargo. La frasecita, si la analizamos, encierra toda una carga milenaria de hegemonía heteropatriarcal. «A usted se le va la pinza», escucho a una lectora que me interpela. No, le respondo a esa persona, no me he vuelto loco ni exagero un ápice.


El asunto volvió a asaltarme porque, hace cuatro días, una mujer hetero cis a quien atiendo en la consulta soltó el ya célebre «estamos embarazados». La hice volver sobre la frase, que de no haber sido así se habría deslizado quietamente hacia el olvido, y se defendió alegando que fue la médica que la atendió quien utilizó ese modo, que embarazaba también al marido de la paciente. Pero da igual quién lo diga, sea médica, paciente, bombera, primera ministra o astronauta: el asunto no pasa por el emisor, sino por las connotaciones que conlleva. Dicho de otro modo: porque están en juego, una vez más, relaciones de poder.


Si las mujeres son las únicas capaces de quedarse embarazadas y, por tanto, de parir a sus hijas e hijos, ¿qué pintan en ello los hombres, como para atribuirse una distinción semejante que les es totalmente ajena? Pintan, queridas niñas, niños y niñes, lo que han venido pintando desde el origen de los tiempos, o sea, la apropiación indebida de algo que no les pertenece. El expolio milenario que han padecido y aún hoy padecen millones de mujeres en todo el planeta no debe ser permitido ni un día más. Y esto pasa, obviamente, por los hechos, pero también por el uso de las palabras que empleamos para nombrar la realidad.


Resulta que me quedo embarazada, que tendré que vérmelas con la angustia de no saber cómo marchará la gestación, que deberé aguantar como puedas las náuseas, los vómitos, la hinchazón de mis pies, la incomodidad para dormir cuando mi panza crezca más y más, las constantes ganas de mear porque la presión del feto sobre la vejiga produce que vaya una y otra vez al lavabo, tal vez el estreñimiento que muchas veces acarrea el embarazo, la pesadez de mi cuerpo entero, las contracciones y otra vez la angustia, ahora ante el parto, el trabajo en el paritorio, tal vez una cirugía cesárea y, por fin, después de mucho esfuerzo y tanto tiempo, ver nacer a mi criatura… para que venga el padre a decirme, a decirle al mundo, que la mitad de todo eso es suyo porque el también estaba embarazado.


Como dijo Freud hace un siglo, se empieza por renunciar al nombre de la cosa y se acaba por ver cerrado el acceso a la cosa misma.


Un hombre abraza a una mujer embarazada
«Estamos embarazados»

  • Foto del escritor: Eva Rodríguez Renom
    Eva Rodríguez Renom

Vivir, como sabemos, es una tarea para la cual no disponemos de un manual de instrucciones. No sé qué hacer con mi vida es una frase que aparece de manera frecuente en la consulta. No hay un abordaje rápido, como tampoco una respuesta fácil, y depende del caso por caso.


Entre las razones y los síntomas más habituales que escuchamos los terapeutas cuando alguien está inmerso en una crisis existencial destacamos los siguientes:

  • Estoy cansado de vivir en piloto automático o como si fuese un hámster dentro de la jaula, girando sin parar.

  • No sé qué carrera escoger o qué hacer cuando termine la que estoy cursando.

  • No sé si aceptar ese trabajo o seguir con el que tengo.

  • Llevo diez años dedicándome a algo que no me gusta.

  • No sé qué hacer profesionalmente para que realmente me llene.

  • Me siento perdido, triste y vacío, sin razón aparente.

  • No hay nada que me haga ilusión.

  • Necesito un cambio, pero no sé por dónde empezar.

  • Cada vez más a menudo siento frustración y estoy muy irascible.

  • No entiendo por qué sigo con mi pareja.


Lo interesante, sin embargo, es que cuando te planteas que no sabes qué hacer con tu vida, aunque esto se presente de la mano de un malestar difícil de soportar, es significativamente bueno. Supone un paso valiente darle un sentido, un significado y un propósito a tu existencia.

Además, hay algo que empieza a moverse, aunque no tengas ni idea de cómo hacerlo. Lo cierto es que muchas veces solos no podemos, y necesitamos ayuda para zarpar hacia un nuevo rumbo vital. Esta ayuda, orientación, acompañamiento o guía pueden servirte para que empieces a preguntarte acerca de cómo piensas, qué haces, cómo lo haces, para qué lo haces, qué es lo que te supone, qué te resta, etc.


A lo largo de este camino aparecen tus creencias, tu ideología, tus supuestas limitaciones, las frases aprendidas que repites como un mantra. Aparecen, incluso, tus malestares, tus heridas sin restañar, los miedos y las preocupaciones que te llevan al bloqueo, a esas relaciones personales y familiares tan dañinas...


El origen, como vemos, es complejo y profundo. Has vivido durante mucho tiempo de manera poco consciente y has perdido el contacto con quién eres realmente y con tus verdaderos deseos, sepultados por un montón de ideas sobre quién deberías ser y qué deberías querer.


Si te sientes identificado con algo de lo que has leído, te animo a que te tomes en serio para descubrir qué hacer con tu vida. No será mágico ni inmediato. Se trata de un proceso que lleva tiempo y durante el cual vivirás emociones como si montaras en una montaña rusa, pero vale la pena que al menos lo intentes y empieces a plantearte una nueva manera de vivir. ¿No crees?

No sé qué hacer con mi vida
No sé qué hacer con mi vida





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