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Todas las personas vivimos existencias precarias. Los seres humanos («vivientes necesitados», según la feliz expresión de Marià Corbí) precisamos de la cercanía de nuestros semejantes. Aprender a estar con otros requiere de un saber estar en paridad. Esto implica a varones y hembras, hombres y mujeres, pero la tarea no siempre es sencilla. El principal obstáculo posee diversos nombres: heteronorma, patriarcado, rechazo de la otredad. Para el caso de la masculinidad hegemónica, el lugar de lo inferior incluye lo viejo, lo infantil, lo femenino, lo gay… y la relación podría continuar hasta abarcar cualquier forma de la alteridad. «No soporto al otro porque no es como yo o como a mí me gustaría que fuese», sería una frase a modo de resumen.


John Money (1955) fue el creador de la categoría teórica de género. Lo hizo para dar cuenta de que los sentimientos de masculinidad o de feminidad que experimentamos las personas son construcciones culturales. Aunque estaba lejos de abanderar ninguna teoría queer avant la lettre, Money creó la noción de «asignación de género», tomada de los estudios del lenguaje. Adscribía así, acaso sin saberlo en absoluto, a la idea freudiana de que «masculinidad y feminidad son construcciones teóricas de contenido incierto». Es decir, más allá de los genitales con que hayamos nacido, sentirse hombre o mujer dependerá de numerosos factores que poco o nada tienen que ver con la base biológica que nos designa al nacer como hembra o varón.


Aunque intentásemos tapar el sol con las manos, nadie osa ya discutir que se han producido cambios en lo cotidiano y en el devenir de los proyectos vitales de las personas, cambios que tienen impacto en la labor analítica y que plantean nuevas demandas y problemáticas. Encuentros y desencuentros entre géneros (sinsabores de la vida conyugal derivados de la separación entre deseo y apego), industrialización de los vínculos (el porno como modelo hegemónico propuesto para la sexualidad, Tinder y Grindr como herramientas para gozar de un sexo fast food que se fantasea sin consecuencias psicoafectivas), relaciones interpersonales propias de la posmodernidad (poliamor, parejas abiertas), nuevas tecnologías al servicio de la reproducción, separaciones y tenencias compartidas de hijos incluso antes del primer año de vida, monoparentalidad, homoparentalidad, etcétera. El mundo ha cambiado y seguirá cambiando a un ritmo cada vez más vertiginoso, lo que obliga al psicoanálisis a abandonar viejas perspectivas teóricas heteronormativas (freudianas, lacanianas y aun posteriores), para poder pensar las relaciones sexoafectivas entre géneros, tan mutantes y mutables como lo son las subjetividades del tiempo que nos toca vivir.


La propuesta de un psicoanálisis con perspectiva de género y aperturista se basa en la idea de que, para acompañar a las personas que consultan, el analista debe ocupar la posición de quien no sabe qué hallará detrás de la o las etiquetas que el paciente trae adheridas a su sexualidad. Es decir, no permitir que el prejuicio o una mirada conservadora (desfasada) sobre los problemas actuales nos hagan ver como psicopatológico aquello que se deriva de las nuevas relaciones de poder en un mundo cada vez más salvajemente biopolítico. Y, por otro lado, tampoco renunciar a poder identificar las nuevas formas que irá adoptando la psicopatología en eso que emerge como rabiosamente actual.


Un psicoanálisis con perspectiva de género no puede correr el riesgo de alinearse, como una más, entre las tendencias que se proponen para curar la homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad, el travestismo. Se trata de que ayudemos con el padecimiento humano, pero no desde una visión hegemónica heteronormativa y mucho menos con la naturalización del sexo y la esencialización del género como estandartes.

El prefijo psi proviene del alfabeto griego. El vocablo ψύχω (psycho) significa «aire frío», y desde esta idea, la de aire, devienen soplo, hálito y, en definitiva, la noción del aliento vital indispensable para nuestra existencia. Luego, la suma de psico + análisis llevaría a una definición próxima al «estudio del alma o del espíritu». Mediante el psicoanálisis, por tanto, ayudamos a las personas a comprender mejor los procesos mentales que las atraviesan, para poder tomar las decisiones que les permitan vivir la vida que desean.

Pero el psiquismo (la mente) no es una entidad etérea, sino que tiene una base somática. El cuerpo que también somos es una fuente constante de estímulos, de los que nos hacemos conscientes cuando esas sensaciones se alían con las palabras. Por lo tanto, así como es muy útil una terapia hablada para desenmarañar el jardín de nuestros pensamientos, resulta indispensable tener en cuenta también los procesos corporales, que a menudo actúan como bloqueos u obstáculos que dificultan y hasta imposibilitan el buen curso de una psicoterapia.


La combinación del psicoanálisis con otras terapias o prácticas corporales abre nuevas vías de conocimiento para la persona que consulta. Esa apertura, en la mayoría de los casos, contribuye a remover bloqueos o dificultades emocionales con arraigo en lo biológico, que es, no cabe duda, soporte de procesos energéticos. Dicho más sencillo: el cuerpo carnal es el contenedor de nuestra historia afectiva, y a veces se hace necesario remover ciertas adherencias para que la energía vital circule de nuevo libremente. Tocar el cuerpo posibilita abrir un nuevo flujo de palabras con las que trabajar en el diván. En eso consiste esta apertura.


Abrir el psicoanálisis

  • Foto del escritorEva Rodríguez Renom

Un elemento necesario para la práctica del Zen es el desapego.


Sentarse en silencio es un aprendizaje del desapego.


Desapegarse significa dejar de necesitar, de depender, de vivir con miedo. Significa también desprendernos de todo aquello que no somos y que hemos ido acumulando a lo largo de la vida por imposiciones educativas, culturales y sociales… ¿para qué? Para ser reconocidos y aceptados.


Evidentemente, no es una tarea nada sencilla. Vivir, ya sabemos, no lo es.


Aparecen muchos miedos: a no ser suficientemente inteligentes, exitosos, a no sentirnos amados, a que nos abandonen, a que nos rechacen, a enfermar, a la muerte, etc. Miedos difíciles de erradicar si no se realiza un trabajo personal guiado por un especialista, dado que muchos de esos miedos son inconscientes.


El Zen y la psicoterapia nos ayudan a acceder poco a poco a liberarnos de las cadenas, a hacer conscientes nuestros miedos y a entender, progresiva y paulatinamente, aquellas construcciones que forman nuestro yo. Para ello hemos de ser capaces:

  • De aprender sobre el miedo y no a cómo escapar de él.

  • De aceptar cómo somos.

  • De liberarnos de aquello que no nos sirve, que pesa en nuestras espaldas, para que pueda aparecer el yo verdadero y profundo.

El origen de nuestros miedos está en cómo pensamos; liberarnos del miedo es adquirir la verdadera libertad interior. Por ello, el Zen nos ejercita en situarnos en el silencio del momento presente: el camino hacia el verdadero desapego.


¿Cómo hacerlo? Cuando llegue un pensamiento o una emoción, dejarlos pasar, no procurarles alimento, sino solo observar al igual que las olas que llegan a la orilla y luego se retiran. Sin caer, por supuesto, en la trampa de que no debemos pensar. El pensamiento usado correctamente es una herramienta hacia nuestra libertad.


Ser capaces de detener nuestros pensamientos es liberarnos de los miedos que nos impiden nuestra liberación.








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