top of page
Terapias combinadas para una Vida Plena
Buscar

Solemos creer que el amor se sostiene por el enamoramiento, el flechazo, esa sensación de que todo encaja casi sin esfuerzo. Esta idea, romántica y seductora, es un mito que nos hace pensar que el amor es un golpe de suerte o una pasión desbordante. Pero el enamoramiento es transitorio, un inicio necesario pero insuficiente para sostener una relación a largo plazo.


Los pilares que sostienen a una pareja: más allá del flechazo
Los pilares que sostienen a una pareja: más allá del flechazo


1. Atracción y química emocional

El enamoramiento puede abrir la puerta a la relación, pero no mantenerla por sí solo. La pareja que se apoya únicamente en la atracción inicial suele encontrarse con la desilusión cuando decae la intensidad inicial y cuando el ideal se desvanece.


2. Intimidad y sexualidad

El deseo y la conexión corporal son importantes, pero no bastan: la intimidad implica también diálogo, ternura, gestos, cuidado mutuo y disposición a conocer a la otra persona. Aquí el amor deja de ser sólo emoción y se transforma en trabajo compartido.


3. Afinidad de cosmovisión

La relación requiere de cierta compatibilidad en la manera de ver el mundo. Esto no significa compartir opiniones políticas específicas, sino valores, prioridades y formas de interpretar la vida. Si la forma de habitar el mundo de cada una es demasiado distante, la relación se debilita: no hay un suelo común sobre el que construir.


4. Tiempos y ritmos de vida

Puede haber buena sexualidad y afinidad de valores, pero si los proyectos vitales de cada una divergen demasiado, la pareja enfrenta un desafío casi insalvable. Aquí aparece la asimetría del crecimiento: cuando una avanza y la otra se queda atrás —o se mueve en otra dirección— el vínculo se vuelve frágil; no porque falte amor, sino porque falta horizonte compartido. No se trata de quién tiene razón, sino de si todavía existe un espacio común donde encontrarse sin renunciar a lo propio.


El amor verdadero es trabajo

El amor maduro no es un estado de emoción constante, sino un compromiso con la realidad de la otra y con la propia. Es aprender a convivir con eso de la otra que nos desagrada, acompañar sus ritmos, sostenerla cuando tropieza y reconocer nuestras limitaciones. Amar es permitir que la otra sea, con sus deseos, sus tiempos y su singularidad, y sostener una mirada que respete su proceso, incluso cuando nos incomoda o nos impulsa a transformarnos.


El amor verdadero se construye en el gesto cotidiano, en la escucha atenta, en la ternura ofrecida sin condiciones y en la paciencia de permanecer, incluso cuando amar es difícil. El enamoramiento es el inicio; el amor verdadero nace en el día a día, en la práctica consciente de estar juntas, sosteniéndose y creciendo mutuamente.





Una y otra vez, la escena se repite en la consulta: la persona que pide acompañamiento terapéutico pregunta acerca de algo que le acontece: «¿Esto es normal?».


Según la definición del diccionario, normal es: «Dicho de una cosa: Que se halla en su estado natural»; la naturaleza humana es un asunto que lleva miles de años debatiéndose, sin respuesta consensuada. Seguimos con el DRAE: «Habitual u ordinario»; es decir, lo común. Y es la tercera definición la que nos interesa: «Que sirve de norma o regla»; es decir, lo que se impone desde algún poder o lo que emerge del promedio.


Las personas son cada día más normópatas, es decir, cada vez hay más gente preocupada por poder adaptarse a la normalidad. Sin preguntarse quién o qué estamentos dictan las normas a las que desean adherirse. Sin preguntarse si esa adaptación resultará beneficiosa (espóiler: nunca resulta beneficiosa para la subjetividad). Sin preguntarse si esa naturaleza a la que anhelan adscribir es una construcción de la cultura para fabricar seres obedientes, mansos, que respondan de manera acrítica a los mandatos de los diferentes poderes que se disputan nuestro gobierno (el poder tecnológico, el político, el financiero, el religioso…).


Mujer haciendo un selfi con su teléfono
Una mujer posa frente a su dispositivo móvil.

La normalidad es una enfermedad que se puede curar con un proceso psicoterapéutico. La normopatía, consecuencia lógica de una ansiosa aspiración a la normalidad, también se puede sanar, aunque el pronóstico es algo más reservado.


Normópata es quien anhela ser como esa influencer, esa youtuber, esa artista de éxito, esa modelo de pasarela; quien desea ese rostro y ese cuerpo que se proponen justamente como eso, normativos, para que todas formemos un ejército de aspecto uniforme, uniformadas por fuera y por dentro, deseosas de lo mismo, idénticas en busca de una identidad que, justamente, se nos niega por querer ser como todas. Normópata es quien sigue los dictados de las reglas sin pensar, sin pensarse, sin ningún afán de construir un relato propio, movido por el único apetito de dejarse llevar, alienado, mecido en los brazos de una corriente que siempre arrastra en la misma dirección: la atrofia del pensamiento.


Huir de la normalidad, desobedecer los mandatos del capitalismo, dejar de reproducir los modelos propuestos con la única mediación de las redes sociales, escapar de la libertad de supermercado, remar —aunque sea un poquito— contra la corriente… por ahí van los pasos de una subjetividad que podríamos llamar auténtica.

Vivimos en una sociedad que nos impulsa a dar siempre un poco más, a estar disponibles y a sostener un ritmo constante de exigencias. En este escenario, decir «no» se convierte en un verdadero desafío y, con frecuencia, despierta culpa, pues entra en tensión con la expectativa de complacer que llevamos interiorizada. Sin embargo, establecer límites no es egoísmo: es un acto legítimo de autonomía y cuidado personal.


¿Por qué nos cuesta tanto?

Una de las principales trabas es la culpa. Este sentimiento no suele ser pasajero; muchas veces tiene raíces profundas en nuestra historia psíquica.


De niños aprendimos —consciente o inconscientemente— que negar algo podía poner en riesgo el amor o la aprobación de quienes nos cuidaban. Más adelante, factores del entorno, la educación, los mandatos de género y las normas sociales refuerzan esa huella.

La presión por cumplir roles, agradar o ajustarnos a lo que se considera «correcto» mantiene viva la idea de que poner un límite está mal, y esta dificultad persiste en la vida adulta y condiciona nuestras relaciones y decisiones.


Preguntas que nos ayudan a reflexionar

  • ¿Qué me hace bien realmente en esta situación?

  • ¿Este límite refleja lo que necesito y puedo sostener?

  • ¿Qué consecuencias tendría ponerlo o no ponerlo?

  • ¿Es amor permitir que alguien cruce mi límite o es miedo disfrazado de bondad?

  • Si no marco hasta dónde pueden llegar los demás, ¿cómo podrán respetar mi espacio?

Aprender a poner límites sin culpa nos permite reconciliarnos con nuestros deseos, afirmar nuestro lugar y construir relaciones más auténticas.


Convierte la culpa en claridad

En lugar de ver la culpa como un freno, podemos usarla como una invitación a explorar nuestra historia. Preguntarnos de dónde proviene esa voz interior, hasta qué punto refleja mandatos heredados y qué queremos para nuestra vida nos abre a nuevas perspectivas. La culpa, entonces, puede transformarse en claridad, conciencia y autonomía, en vez de erigirse como un obstáculo.


Autoestima en acción

La autoestima no surge de consignas ni frases motivacionales. No se encuentra en libros de autoayuda. Se construye en la acción y en la coherencia con nuestro deseo. Cada límite que nos permitimos afirmar se convierte en un acto de identidad: afrontar lo incómodo, expresar lo que sentimos, arriesgarnos a incomodar. En ese gesto, nuestro yo auténtico se va diferenciando de los mandatos heredados y de la presión social.


Tú «no» como acto de poder

Decir «no» implica asumir la responsabilidad de nuestras necesidades y valores. Cada límite es una afirmación de identidad y una invitación a que las demás personas respeten nuestra vida y nuestro tiempo.


No se trata de negar la amabilidad o la empatía, sino de proteger nuestro bienestar sin renunciar a ser quienes somos. Cada «no» que dices es un «sí» a ti misma.


Hacia el aprendizaje de los límites

Poner límites es un proceso de autoconocimiento. Supone detenernos a observar qué situaciones son las que nos desgastan, qué necesidades queremos atender y qué valores deseamos alimentar en nuestras relaciones. Requiere expresar con claridad y sin justificaciones excesivas aquello que nos conforma, y reconocer que en ese gesto también estamos cuidando el vínculo. Y, sobre todo, implica permitirnos celebrar cada paso: cada límite afirmado es una conquista de autonomía y una prueba de coherencia con lo que somos.


Decir «no» es abrir la puerta a la vida que deseas

Poner límites sin culpa no es simplemente un acto externo: es un viaje hacia nuestro interior. Implica reconocer las voces internas que nos condicionan —esas exigencias internalizadas de agradar, complacer o ser aceptadas— y explorar cómo nuestra historia, heridas y mandatos familiares o sociales han moldeado nuestras respuestas automáticas. Es mirar de frente aquello que hemos reprimido o desplazado y aprender a diferenciar entre lo que nos pertenece y lo que hemos asumido como obligación.


Decir «no» no es cerrarte a los demás. Es un gesto de autenticidad que surge de la conciencia de tu propio deseo. Es permitirte habitar tu vida con integridad, respetando tu historia, tu identidad y tus necesidades, aun cuando eso genere incomodidad en quienes te rodean. Cada «no» nos acerca un poco más a nosotras mismas, y a abrirnos al encuentro pleno con la vida que queremos vivir.



Aprende a poner límites sin culpa
Aprende a poner límites sin culpa

Suscríbete a nuestro blog

¡Gracias!

  • Youtube
  • Whatsapp
  • Icono negro LinkedIn
  • Instagram

             Psicoterapeutas | Psicoanalistas | Terapeutas integrales

  Psicóloga en Barcelona 

© 2025  Vida Plena |

bottom of page