Una persona joven consulta porque, cuando ronda los veinte años, sigue teniendo temor ante su primera relación sexual genital completa y compartida. Habla de sus escarceos con otras jóvenes de la siguiente manera: «Nos enrollamos», «me tocó ahí», «tuvimos sexo», «hicimos petting pero no quise seguir», «fantaseo con poder hacerlo la primera vez con un amigo, alguien con quien no me comprometa»... Aunque el psicoterapeuta le invita a precisar su manera de expresarse, sigue vadeando la cuestión con idénticos eufemismos. El empobrecimiento del léxico entre las personas jóvenes es una preocupante señal de su hambruna anímica, que viene a sumarse en muchos casos a la hambruna económica. Vivir en un mundo donde los únicos estados anímicos posibles son estar agobiado, tener ansiedad o encontrarse bien, sin más, donde las relaciones amorosas consisten en enrollarse, tocarse ahí, tener sexo (como si existiera alguien que no tenga sexo) o hacer petting es limitar a esas expresiones toda una constelación de vivencias, afectos y pensamientos que resultan imposibles. Enrollarse, tocarse ahí, hacerlo, tener sexo... son eufemismos, desvíos, rodeos para no nombrar algo que se intenta evitar. Renunciar al nombre de las cosas es el primer paso para acabar renunciando a las cosas mismas. Si nos quedamos sin la palabra seremos más pasivas y, con gran probabilidad, más fácilmente sometidos a los dictados del mercado y al poder del otro.
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A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta de arena no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir atravesándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta.
Y tú en verdad la atravesarás, claro está. La violenta tormenta de arena. La tormenta de arena metafísica y simbólica. Pero por más metafísica y simbólica que sea, te rasgará cruelmente la carne como si de mil cuchillas se tratase. Muchas personas han derramado allí su sangre y tú, asimismo, derramarás allí la tuya. Sangre caliente y roja. Y esa sangre se verterá en tus manos. Tu sangre y, también, la sangre de los demás.
Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tu no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya pasado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena.
Haruki Murakami
La transferencia es un arma. La afirmación obliga a que nos detengamos en este punto. Y vamos a repetirlo: la transferencia es un arma. La segunda parte de la sentencia podría ser esta: por eso mismo es necesario saber para qué sirve pero, sobre todo, a quién sirve más y mejor.
La práctica, sin embargo, demuestra una y otra vez (miles, millones de veces) que la transferencia suele ser llevada más allá de esa idea que la pone al servicio de un mejor viaje analítico. Un analista que dude, que se angustie, que no sepa qué decirle al analizante durante un periodo sostenido en el tiempo de la terapia, un analista que aspire a mantener y/o tema perder su lugar elevado en la siempre asimétrica relación terapéutica, ¿dónde hallará sosiego, apuntalamiento y aparente seguridad, sino mediante el uso desviado de la transferencia? Como es obvio, ahí donde decimos uso podríamos y acaso deberíamos decir abuso. Porque la transferencia es un arma… a condición de que no la usemos para otra cosa que la buena dirección de la cura. Dicho de otro modo, que la usemos con el único fin de favorecer el análisis de la persona que consulta y, con ello, el bienestar que se derive del buen curso de dicho análisis.
Son varios los textos en los que Freud advirtió sobre los peligros que implica que un psicoanalista no haya analizado sus propios complejos antes de ponerse a trabajar con los de sus analizantes. Así como son bastantes las ocasiones en que desaconsejó que el analista se proponga ocupar el lugar de un modelo, un mentor, un profeta o un ejemplo de algo para las personas que atiende. Pero la tentación debe ser enorme, ya que una y otra vez sabemos de analistas que hacen abuso de la transferencia, por motivos tan variopintos como variadas somos las personas que ejercemos esta labor terapéutica. En general, el narcisismo del terapeuta suele ocupar el sitial de los motivos para tal abuso.
La transferencia es un arma, reza el comienzo de la frase… a condición de que no la usemos para otra cosa que el buen desarrollo del análisis. Es más importante la subordinada que el enunciado inicial. Es necesario tenerlo presente, estemos del lado que estemos del diván.
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