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Terapias combinadas para una Vida Plena
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Para mí, significa una experiencia de apertura. Con todo lo que representa ese abrirse, que es mucho y difícil. La meditación es una revelación. Revela algo muy preciado, aunque también revela molestia. Otras veces revela sorpresa, un descubrirse una misma. En otras ocasiones, ese descubrimiento es incómodo; en otras, en cambio, es enormemente gratificante. Sentarme a meditar cada día es un viaje único, distinto, sin retorno y con muchas sinergias.


Meditando en casa
¿Qué significa para cada uno meditar?

Hay un montón de razones para realizar la práctica de la meditación, y todas ellas resultan enormemente satisfactorias y beneficiosas; y también, a la vez, como ocurre en cualquier crecimiento, no es un camino de rosas. Sin obstáculos es imposible crecer. Sin desafíos, sin tormentas, sin sombras, sin dificultades… nuestro desarrollo es vacío y sin esencia. Toparse con el yo egoico, con las resistencias, las incomodidades, las tensiones, los bloqueos, las crispaciones… no resulta para nada un camino fácil.


Cuando decimos «tengo una contractura en la espalda», ¿quién es la que está contracturada? Yo no estoy mal, es mi espalda, como si mi espalda no fuera parte de mí. El lenguaje nos pone trampas y nos aleja del cuerpo que somos. Y de la unidad.


También medito para despojarme de aquello que me sobra, que me bloquea, que me resta… para enfrentarme a mis resistencias yoicas, para liberarme de capas que ya no necesito y, cómo no, para acercarme a mi ser esencial. Es, sin duda, una apuesta personal que recomiendo y que vale mucho la pena. No cuesta dinero, no hacen falta conocimientos previos. Sólo es necesario sentarse y observar qué sucede. Eso sí, poniendo atención a la postura, sentir cómo la tierra nos acoge y nos impulsa a la vez al cielo desde nuestro centro, desde el Hara.


¿Y tú, meditas? ¿Qué experimentas en la meditación?



Un bote con medicamentos
El negocio del pastilleo

Una pareja acude a la escuela donde su hijo cursa los primeros años de aprendizaje reglado, a petición de la directora. Se reúnen con ella, con la maestra y con la psicóloga: resulta que el chico «no para quieto», no atiende en clase, parece distraído o aburrido con lo que se enseña, molesta a sus compañeros y sólo parece a gusto en los tiempos de recreo, cuando con frecuencia hace dos o tres actividades a la vez. La pareja admite que en casa el chico también «es muy movido», hasta el punto de que a veces, mientras hace los deberes, con un pie está jugando con la pelota y con una mano libre juguetea con cualquier objeto pequeño. La psicóloga, después de algunas pruebas protocolarias, sugiere que el chico tiene un Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), y recomienda a los padres que visiten a un psiquiatra, porque con medicación el trastorno del chico puede remitir. El negocio del pastilleo ya no es exclusivo de las discotecas más hardcore: ahora sirve también para tranquilizar. ¿A los niños? No, sobre todo a maestros, directores, psicólogos y, cómo no, a padres y madres con pocas ganas de hacerse responsables de cómo educan a sus hijos. Porque, si mi hije está trastornade, ¿qué culpa tenemos nosotres? Y aquí acude la farmacopea en auxilio de la desresponsabilización.

Una persona vive la realidad como una obra del destino, un material premoldeado con el que nada puede hacer para construir una vida propia. Y como su realidad es obra del destino, acude a los lugares donde le parece apropiado depositar su fe a cambio de recibir las migajas de los intereses: los gabinetes de diferentes adivinadores de la suerte, los templos donde le ofrecen la promesa de otra vida mejor cuando se acabe esta vida. El destino no es una sentencia de muerte. Podría llamarse de otra forma. Deseo, por ejemplo.


Una rosa envuelta en llamas
El destino no es una sentencia de muerte

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