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Terapias combinadas para una Vida Plena
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La pareja se ha convertido ya en una institución, como también pueden serlo el matrimonio o la familia. Se trata de construcciones culturales solidificadas a lo largo de milenios, por lo que ya casi nadie las critica o cuestiona. Aunque resulte muy necesario hacerlo.


Lo más normal, cuando entras en una reunión social con una persona acompañante a la que los otros no conocen, es que se pregunten o directamente te pregunten: «¿Sois amigos o pareja?». La pregunta misma lleva implícita la ideología que la sustenta: si te acompaña alguien, esa compañía sólo puede tener dos coloraciones: la de la amistad o la del amor de pareja. No hay una tercera, hasta que medie una aclaración.


Una pareja yace abrazada sobre la cama.
¿Por qué no encuentro pareja?

Así las cosas, estar en pareja ha pasado de ser una posibilidad a convertirse en una obligación. Hasta el punto de que muchas personas que no están en pareja, cuando se refieren a su situación, dicen estar solas. Es decir, que si no tengo una pareja estoy abocada a la soledad, como si los otros vínculos sociales resultaran insuficientes, superfluos, de inferior categoría, comparados con el estar en pareja. La pregunta se abre paso cada vez con más frecuencia en la consulta: ¿por qué no encuentro pareja?


Y una pareja, cómo no, es algo que se encuentra, según la creencia de la mayoría. Como quien va caminando y de repente se encuentra algún objeto, inopinadamente. Luego, si la pareja es algo que debo encontrar, sólo podré hacerlo si tengo suerte. La pareja, así, deviene un producto del azar.


Encontrar pareja, sin embargo, es apenas una opción, y nunca fruto de la buena fortuna (viendo y escuchando lo que nos cuentan las personas que nos consultan, más bien parece el resultado de la mala suerte…). Estar con alguien en una relación amorosa, afectiva y sexual es un trabajo, en el sentido de que un vínculo de pareja es algo en construcción. ¿Y hasta cuándo hay que construir? Siempre, diariamente, en lo cotidiano y en lo extraordinario también.


Construir un espacio entre una y otra parte de las dos que forman la pareja. Ese terreno intermediario debe ser el lugar donde se procesan los asuntos de la pareja, un espacio abierto y seguro para poder comunicarnos con sinceridad, para poder expresar los afectos, los desajustes, las alegrías, las penas, los miedos, los anhelos, donde extender las líneas maestras de la pareja como proyecto común entre las dos partes que conforman el todo.


¿Por qué no encuentras pareja? Porque las parejas no se encuentran, sino que se construyen. Y, para empezar a trabajar en esa construcción, los dos yoes deben quedar cada vez más a un costado.

Cuando la pubertad reabre las puertas de la sexualidad se inicia un camino de experimentación. En épocas anteriores a internet, chicas y chicos de todo el mundo buscaban como podían información que les diera una pauta acerca de ese misterio: ¿qué es hacerlo? Y, una vez conseguían alguna pista sobre el qué, aparecían más preguntas: ¿cómo se hace? ¿Hace daño? ¿Qué tengo que sentir? ¿Y si no me gusta? Y así, decenas de otras cuestiones.


La adolescencia, que muchas personas romantizan en la edad adulta, es una etapa de la vida preñada de dudas, dificultades e inseguridad. A las continuas comparaciones que acarrean tanta desdicha se suma el desconocimiento por lo que ya asoma la cabeza, el mundo adulto, mientras se realiza un penoso trabajo de duelo por la infancia abandonada. Y, mientras tanto, los reclamos de una sexualidad desatada se abren paso como pueden, casi siempre a trompicones, torpemente. Por eso se hace tan necesaria una guía, un modelo, un manual que explique cómo deberían ser las cosas. Y esa guía ya no pueden ser los modelos parentales.


Desde que internet se ha vuelto omnipresente en nuestras vidas, esa guía, ese modelo, ese manual que explica cómo deben ser las cosas en materia de sexualidad se llama pornografía. El porno, que lo ha invadido todo (la publicidad, la música pop, un mercado de consumo que apela a los cuerpos sexuados como escaparate para vender cualquier cosa), pasa por ser alfa y omega de la sexualidad. Dime cómo quieres gozar y te diré cómo hacerlo, parece ser la promesa. Y ahí van millones de adolescentes de todo el mundo, a mirar cómo se hace aquello que, de otra manera, tendrían que aprender con la educación y la práctica, aquello que implica la exploración, en descubrimiento, el conocimiento y el re-conocimiento de un cuerpo otro, de una realidad diversa, de una otredad inquietante a la vez que excitante. El porno te resuelve el problema, lo que también se traduce como el porno te responde las preguntas.


Unas manos de mujer sujetan un pepino
Sexo adolescente después de los 40

La mala noticia es que cuando nos quedamos sin preguntas el mundo acaba siendo como dicen que es quienes ofrecen las respuestas, quienes obturan nuevas preguntas, quienes boicotean cualquier afán de experimentación. Por eso la sexualidad es, hoy por hoy, equivalente a la pornografía. O, como mucho, algo de lo que entiende la sexología. Y el asunto se agrava cuando ya no son sólo las personas adolescentes quienes acuden a la pornografía como quienes consultaban al oráculo en Delfos, sino adultas que ya cuentan o sobrepasan con creces los cuarenta años, pero que, como aquellas púberes, creen que en las prácticas de esa industria se hallan las respuestas a sus anhelos.


Cada vez escuchamos más y más, en el marco de la consulta, malestares derivados de no poder lo que propone el porno. Personas adultas sufren y vivencian con preocupación ya no su inadaptación a los cánones estéticos de la industria cárnica de la pornografía, sino y sobre todo el no llegar a los estándares que dictan esos vídeos, que presentan un abanico de prácticas basadas en el falocentrismo y la explotación y maltrato de niñas y mujeres, del que también se derivan las consecuencias indeseadas del uso y abuso de esas prácticas (cosificación de los cuerpos incluido el propio, desafección en las relaciones sexuales, falta de deseo o bajón repentino durante el coito, etc.).


Pretender un sexo adolescente después de los 40 es una manera más de alineación del cuerpo propio y de las formas deseantes de la sexualidad no normativa. Creer que hay una manera de hacerlo es propio de los años en que buscábamos esa guía, esa respuesta que taponara la pregunta. Ser adolescente más allá de los 40, en cualquier aspecto, es sinónimo de falta de desarrollo cognitivo, la llave de acceso al desarrollo experiencial.

«… y entonces me di cuenta de que es una persona tóxica».


¿Y qué sería eso?, le devolví a quien acababa de soltar la afirmación, en medio de una sesión. Me miró como si hubiera visto un ser venido de otras galaxias, como preguntándose «pero, ¿cómo?, ¿no lo sabe?». No, no sé qué es una persona tóxica.


Sé que hay sustancias tóxicas, a veces alojadas en un vegetal, a veces en un animal, otras surgidas de los laboratorios humanos. Pero jamás, nunca, he visto a una persona tóxica. Porque las personas tóxicas no existen.


No se me escapa que esa categoría surgió del ingenio de cierto psicólogo metido a escritor, y que desde entonces se ha extendido por medio planeta —o acaso la totalidad—, ganando adeptas a gran velocidad. ¿Por qué ha tenido lugar este fenómeno? La respuesta parece ser bastante sencilla.


La toxicidad, en cualquier caso, sería la del vínculo no trabajado, desnutrido, descuidado.
Relaciones tóxicas

En la sociedad gaseosa en la que vivimos (Zygmunt Bauman acuñó el concepto de sociedad líquida, que ya se ha quedado corto) los vínculos con las otras resultan cada vez más efímeros. La proliferación y el impacto de las redes sociales han favorecido el desarrollo de un creciente narcisismo, cuando no del mero egoísmo. Desde esa postura, la del yo-mi-me-conmigo, las relaciones con el entorno resultan poco sólidas, volátiles, cuando no imposibles.


Si estar con otra persona me cuestiona, me perturba, me problematiza, es porque, justamente, hay otra en juego, con todo lo que su alteridad comporta. Reaccionar a ese encuentro con la otra a través de la descalificación («es tóxica») no es otra cosa que dar rienda suelta al propio narcisismo.


Un vínculo no es nunca la suma de dos personalidades, de dos yoes, sino un espacio intermedio, una creación de a dos que es necesario trabajar, alimentar, cuidar. La toxicidad, en cualquier caso, sería la del vínculo no trabajado, desnutrido, descuidado. No hay nada esencialmente tóxico en ningún ser humano, sino maneras aprendidas de amar y ser amado, que convenientemente elaboradas pueden ser cambiadas, revertidas, transformadas.


Pero es posible que aun con todo y ese trabajo el vínculo, la relación con la otra, siga resultando insatisfactorio (tóxico). Entonces es necesario otro ejercicio: el de soltar. Amar y dejar partir —ese horizonte tan escurridizo—, para que cada una de las partes persiga sus anhelos por fuera de esa relación que sólo generaría más y más insatisfacción, de continuar con ella contra viento y marea.

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