«… y entonces me di cuenta de que es una persona tóxica».
¿Y qué sería eso?, le devolví a quien acababa de soltar la afirmación, en medio de una sesión. Me miró como si hubiera visto un ser venido de otras galaxias, como preguntándose «pero, ¿cómo?, ¿no lo sabe?». No, no sé qué es una persona tóxica.
Sé que hay sustancias tóxicas, a veces alojadas en un vegetal, a veces en un animal, otras surgidas de los laboratorios humanos. Pero jamás, nunca, he visto a una persona tóxica. Porque las personas tóxicas no existen.
No se me escapa que esa categoría surgió del ingenio de cierto psicólogo metido a escritor, y que desde entonces se ha extendido por medio planeta —o acaso la totalidad—, ganando adeptas a gran velocidad. ¿Por qué ha tenido lugar este fenómeno? La respuesta parece ser bastante sencilla.
En la sociedad gaseosa en la que vivimos (Zygmunt Bauman acuñó el concepto de sociedad líquida, que ya se ha quedado corto) los vínculos con las otras resultan cada vez más efímeros. La proliferación y el impacto de las redes sociales han favorecido el desarrollo de un creciente narcisismo, cuando no del mero egoísmo. Desde esa postura, la del yo-mi-me-conmigo, las relaciones con el entorno resultan poco sólidas, volátiles, cuando no imposibles.
Si estar con otra persona me cuestiona, me perturba, me problematiza, es porque, justamente, hay otra en juego, con todo lo que su alteridad comporta. Reaccionar a ese encuentro con la otra a través de la descalificación («es tóxica») no es otra cosa que dar rienda suelta al propio narcisismo.
Un vínculo no es nunca la suma de dos personalidades, de dos yoes, sino un espacio intermedio, una creación de a dos que es necesario trabajar, alimentar, cuidar. La toxicidad, en cualquier caso, sería la del vínculo no trabajado, desnutrido, descuidado. No hay nada esencialmente tóxico en ningún ser humano, sino maneras aprendidas de amar y ser amado, que convenientemente elaboradas pueden ser cambiadas, revertidas, transformadas.
Pero es posible que aun con todo y ese trabajo el vínculo, la relación con la otra, siga resultando insatisfactorio (tóxico). Entonces es necesario otro ejercicio: el de soltar. Amar y dejar partir —ese horizonte tan escurridizo—, para que cada una de las partes persiga sus anhelos por fuera de esa relación que sólo generaría más y más insatisfacción, de continuar con ella contra viento y marea.
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