Una persona se dice desinhibida y libre porque habla sin tapujos ni vergüenza de su actividad sexual, frente a familiares, amigos y ante un público incluso más amplio (aunque para esto a veces tenga que ir un poco colocada). Cuenta si le gusta arriba o abajo, por delante o por detrás, con una sola persona o con varias, y así repasa todo un florido repertorio de supuestas hazañas eróticas. Hasta que la conversación toma un giro diferente y entonces esa misma persona se encuentra enmudecida: de pronto, ahora se habla de dinero. Nadie, ni sus familiares, ni sus amigas ni el público más amplio, ni bajo los efectos de ninguna sustancia que altere su conciencia, consigue que diga cuánto gana, en qué lo gasta, dónde lo guarda si es que puede guardar. La represión se puede esconder detrás de diferentes máscaras, por muy liberal que alguien parezca. La represión, que en tiempos de Freud recaía sobre todo en la sexualidad genital, ha cambiado de casa en nuestros tiempos. Lo reprimido vive ahora en torno al dinero, con permiso, claro está, de los afectos, que —ellos también— habitan bajo el mismo manto de silencio.
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