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Terapias combinadas para una Vida Plena
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Un hombre mira el teléfono móvil de una mujer mientras ella duerme
«Me quiere mucho, es su manera de amarme»

Una persona mantiene una relación amorosa con otra, de la que se queja amargamente porque la hace víctima de unos celos enfermizos. «Es así porque me quiere mucho, es su manera de amarme», la justifica. Henri-Pierre Cami escribió su Historia del joven celoso acerca de aquel que, preocupado porque los ojos de su amada miraban a todo el mundo, porque con sus manos podía hacer gestos de invitación y seducirlos, porque podía hablar con otros y sonreírles, porque podía marcharse de su lado, le arrancó los ojos, le cortó las manos y la lengua, la dejó sin dientes y, por fin, le cortó las piernas. «De este modo —se dijo— estaré más tranquilo». Y entonces dejó de vigilar de manera enfermiza a la joven amada, porque así, en su lamentable estado, ya nadie la desearía. Hasta que un día volvió a casa y no la encontró: había desaparecido, secuestrada por un exhibidor de fenómenos de circo.

Un elemento necesario para la práctica del Zen es el desapego.


Sentarse en silencio es un aprendizaje del desapego.


Desapegarse significa dejar de necesitar, de depender, de vivir con miedo. Significa también desprendernos de todo aquello que no somos y que hemos ido acumulando a lo largo de la vida por imposiciones educativas, culturales y sociales… ¿para qué? Para ser reconocidos y aceptados.


Evidentemente, no es una tarea nada sencilla. Vivir, ya sabemos, no lo es.


Aparecen muchos miedos: a no ser suficientemente inteligentes, exitosos, a no sentirnos amados, a que nos abandonen, a que nos rechacen, a enfermar, a la muerte, etc. Miedos difíciles de erradicar si no se realiza un trabajo personal guiado por un especialista, dado que muchos de esos miedos son inconscientes.


El Zen y la psicoterapia nos ayudan a acceder poco a poco a liberarnos de las cadenas, a hacer conscientes nuestros miedos y a entender, progresiva y paulatinamente, aquellas construcciones que forman nuestro yo. Para ello hemos de ser capaces:

  • De aprender sobre el miedo y no a cómo escapar de él.

  • De aceptar cómo somos.

  • De liberarnos de aquello que no nos sirve, que pesa en nuestras espaldas, para que pueda aparecer el yo verdadero y profundo.

El origen de nuestros miedos está en cómo pensamos; liberarnos del miedo es adquirir la verdadera libertad interior. Por ello, el Zen nos ejercita en situarnos en el silencio del momento presente: el camino hacia el verdadero desapego.


¿Cómo hacerlo? Cuando llegue un pensamiento o una emoción, dejarlos pasar, no procurarles alimento, sino solo observar al igual que las olas que llegan a la orilla y luego se retiran. Sin caer, por supuesto, en la trampa de que no debemos pensar. El pensamiento usado correctamente es una herramienta hacia nuestra libertad.


Ser capaces de detener nuestros pensamientos es liberarnos de los miedos que nos impiden nuestra liberación.


Práctica del Zen
El desapego






El camino que cada uno de nosotros transita hacia su espiritualidad natural (una espiritualidad laica, no necesariamente religiosa) tiene diferentes formas de expresión. Una de esas formas se manifiesta en las pequeñas cosas de nuestra vida cotidiana.


Aunque cada uno ve la realidad y piensa que lo que ve es compartido por los otros, esa interpretación es siempre subjetiva. Observar, compartir y estar de verdad son acciones que deben ser aprendidas.


El monólogo interno es uno de los principales obstáculos. ¿Cómo me hablo? ¿Es un monólogo productivo o improductivo? ¿Es necesario o innecesario? ¿Qué palabras repito? ¿Cómo estoy alimentando mi vida? ¿Cuánto tiempo paso pensando en tonterías?


En la meditación —otra vía hacia la espiritualidad natural— trabajamos todo esto y mucho más. Es un gesto de humildad hacia nosotros y un primer paso para posicionarnos en el buen lugar. Cuando meditamos, la sentada no se acaba cuando finaliza la meditación, sino que continúa en todos aquellos actos cotidianos, como caminar, comer, trabajar, etc.


Sentarse a meditar no implica una actitud pasiva o un placer de evadirnos, sino que requiere de una actitud receptiva y permitir que algo profundo emerja. Cuando meditamos la realidad nos atrapa. Gracias a esto podemos situarnos y volver a ese punto de humildad. Un cúmulo de sensaciones nos salen al paso, en la forma de molestias corporales, tensiones y, cómo no, un gran número de pensamientos.


Observar el pensamiento es un trabajo. El ejercicio consiste en situarnos en el buen lugar para evitar que la rumiación mental nos atrape. Si somos capaces de observar el flujo de pensamientos, percibiremos un gran cambio. Dejamos de identificarnos con ellos y generamos un espacio entre esas ideas y nosotros. Y en ese espacio surgen opciones: lo digo o no lo digo, lo expreso o no lo expreso. Existe ese pequeño margen de libertad.


Por eso es muy importante estar atentos a esas representaciones internas. Los pensamientos van generando una forma de estar. No hay algo bueno o algo malo. Somos todo a la vez. De ese cúmulo de sensaciones e ideas brota lo que somos. La primera regla es dejar pasar los pensamientos como si viésemos pasar las nubes, sin oponerles resistencia ni tampoco detenerse en ellos.


La respuesta, sea la que sea, la encuentro dentro de mí. Dejo que aparezca y la acojo una vez descubierta. Dejo que se exprese, sin intentar cambiar nada, sin querer controlarla, la vivo. Me abro a aquello que surge y escucho sin juicio lo que acontezca. En ese esperar, en ese no hacer, lo adecuado emerge por sí mismo. Por ello, cuando me siento a meditar, medito.


Vivir la espiritualidad es abrirse al mundo de las sensaciones, de los sentidos, de estar plenamente en el instante presente, del goce de lo auténtico, de dejarse ser, respirar y vivir. Así de simple, así de complejo.



Vivir la espiritualidad natural
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