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Terapias combinadas para una Vida Plena
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  • Foto del escritor: Eva Rodríguez Renom
    Eva Rodríguez Renom

La meditación es una infinidad de cosas, y cuesta explicar con palabras muchas de ellas. La experiencia de meditar es abrir, sentir, vivir y transitar un camino que puede llevar a la transformación personal.


Meditar es permitir estar en el momento presente, sin intentar resolver aquello que por ahora no es necesario ocuparse. Es permitir que aflore lo que tenga que aflorar.


Meditar es aprender a relacionarnos de una manera más apropiada con todo lo que surge en nuestra mente, que, al igual que el agua de un río, no cesa de fluir. La meditación nos muestra que es posible parar y recuperar el contacto con nosotros mismos.


Meditar es una práctica que implica vivir plenamente. Nos pone cara a cara con nuestra verdadera naturaleza. Nos lleva al auto-descubrimiento de lo que realmente somos. Nos trae a lo inmediato, a vivir lo que sentimos, a lo que acontezca.


Abrir, sentir, vivir y transitar un camino que puede llevar a la transformación personal.
La experiencia de meditar

Haz la prueba: siéntate a meditar y observa cómo estás. Sin juicio, sólo observa y déjate respirar. Cuando inspires, ábrete a la experiencia, a sentir, a recibir lo que eres. Cuando espires, suelta, vacía, es el momento de dar, de aprender a desprenderte.


La respiración nos acompaña desde que nacemos hasta el final de nuestra vida. La respiración llega y se va, nos usa, nos moldea, nos acompaña. La respiración se adapta a nuestras necesidades y a nuestro estado interno. Si hay desconfianza o un exceso de control, se mostrarán en nuestra respiración. Observa y déjate respirar sin pausas. Inspira y espira sin cambiar nada. Tú eres esa respiración que viene y va, que sube y baja, sin cesar.


En la meditación no se trata de hacerlo bien o mal, sino de que te sientes y te observes. Se trata de que contemples los pensamientos, las emociones que hablan y arrastran, pero sin implicarte ni tampoco que los alimentes. Es dejar que las cosas vengan y dejar que las cosas se vayan.


Cuando te sientes practica el gesto de simplificar. Simplificar nos hace libres. Simplificar para limpiar. Clarificar para que aparezca lo que somos y no lo que tenemos. La simplicidad nos invita a despojarnos de lo accesorio y a descubrir nuestra esencia. Si estamos preocupados por una sola hoja no veremos el árbol.


«… y entonces me di cuenta de que es una persona tóxica».


¿Y qué sería eso?, le devolví a quien acababa de soltar la afirmación, en medio de una sesión. Me miró como si hubiera visto un ser venido de otras galaxias, como preguntándose «pero, ¿cómo?, ¿no lo sabe?». No, no sé qué es una persona tóxica.


Sé que hay sustancias tóxicas, a veces alojadas en un vegetal, a veces en un animal, otras surgidas de los laboratorios humanos. Pero jamás, nunca, he visto a una persona tóxica. Porque las personas tóxicas no existen.


No se me escapa que esa categoría surgió del ingenio de cierto psicólogo metido a escritor, y que desde entonces se ha extendido por medio planeta —o acaso la totalidad—, ganando adeptas a gran velocidad. ¿Por qué ha tenido lugar este fenómeno? La respuesta parece ser bastante sencilla.


La toxicidad, en cualquier caso, sería la del vínculo no trabajado, desnutrido, descuidado.
Relaciones tóxicas

En la sociedad gaseosa en la que vivimos (Zygmunt Bauman acuñó el concepto de sociedad líquida, que ya se ha quedado corto) los vínculos con las otras resultan cada vez más efímeros. La proliferación y el impacto de las redes sociales han favorecido el desarrollo de un creciente narcisismo, cuando no del mero egoísmo. Desde esa postura, la del yo-mi-me-conmigo, las relaciones con el entorno resultan poco sólidas, volátiles, cuando no imposibles.


Si estar con otra persona me cuestiona, me perturba, me problematiza, es porque, justamente, hay otra en juego, con todo lo que su alteridad comporta. Reaccionar a ese encuentro con la otra a través de la descalificación («es tóxica») no es otra cosa que dar rienda suelta al propio narcisismo.


Un vínculo no es nunca la suma de dos personalidades, de dos yoes, sino un espacio intermedio, una creación de a dos que es necesario trabajar, alimentar, cuidar. La toxicidad, en cualquier caso, sería la del vínculo no trabajado, desnutrido, descuidado. No hay nada esencialmente tóxico en ningún ser humano, sino maneras aprendidas de amar y ser amado, que convenientemente elaboradas pueden ser cambiadas, revertidas, transformadas.


Pero es posible que aun con todo y ese trabajo el vínculo, la relación con la otra, siga resultando insatisfactorio (tóxico). Entonces es necesario otro ejercicio: el de soltar. Amar y dejar partir —ese horizonte tan escurridizo—, para que cada una de las partes persiga sus anhelos por fuera de esa relación que sólo generaría más y más insatisfacción, de continuar con ella contra viento y marea.

Yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar. Ese era el sueño de un cantautor brasileño llamado Roberto Carlos, allá por la década de 1970. Por entonces casi nadie en el mundo tenía un ordenador personal, la telefonía móvil no existía —al menos tal como la conocemos hoy— y, por supuesto, internet estaba aún muy lejos de convertirse en el instrumento que ha devenido sobre todo en las tres décadas últimas. Roberto Carlos posee una página oficial en Facebook que suma más de 8,8 millones de seguidores, eso que en esa y otras redes sociales se denomina amigos. Y en su página oficial de Instagram el número de seguidores asciende a 1,8 millones. Su viejo sueño no ya cumplido, sino aumentado con creces.


El trepidante desarrollo tecnológico está haciendo que las redes sociales ocupen cada día más tiempo en nuestras vidas. La escena de un transeúnte más pendiente del móvil que del tránsito, de una pareja de enamorados abrazados pero abstraídos cada uno en su pantallita, de un comensal retratando el plato que degustará o de un viajero que prefiere fotografiar o filmar el espléndido paisaje para «compartirlo» con sus «amigos» de las redes que dejarse cautivar por la belleza o abrazar por las emociones de la contemplación, todas ellas —y muchas otras similares— han dejado de sorprender, por cotidianas.


Millones de seres humanos vivimos conectados, lo que en sí mismo no es bueno ni malo, porque quizás tenga algo de ambas posibilidades, pero lo que seguramente produce es un efecto de socialidad, de popularidad y de pertenencia que en muchos casos es terriblemente engañoso y muy perjudicial.

Cuando formamos parte de las llamadas redes sociales (acaso sería más adecuado llamarlas redes virtuales) vivimos la ilusión robertocarliana de tener muchos amigos (seguidores), de formar parte de una comunidad, de compartir y protagonizar acontecimientos, de contar con gente que nos «sigue» (lo que resultará un inconveniente para los que alimenten paranoias persecutorias) y, en suma, de participar de las cosas del mundo real. Parte de todo ello es cierta, pero en gran medida también resulta una falsedad, ya que al grueso de esos supuestos «amigos» ni siquiera los hemos visto en persona, el nivel de relación es muy superficial e inestable, tanto que depende de un sencillo impulso narcisista —por ejemplo, una crítica no deseada o acaso una sola palabra con la que no estemos de acuerdo— para que, con un simple clic de ratón, hagamos delete o lo que aparece como un borrado definitivo y radical del otro, block, y esa «amistad», «pareja» habrá pasado al olvido y algo mucho más dañino, que da para otro artículo.


Por otra parte, unas relaciones basadas en la comunicación escrita o mediante imágenes son unas relaciones en las que el cuerpo está ausente, un cuerpo al que necesariamente le ocurrirían cosas si esas mismas relaciones se establecieran en presencia del otro, desde el rubor hasta la agitación, pasando por una rica gama de reacciones físicas generadas por o desencadenantes de emociones y afectos producidos por la proximidad de los demás. La profusión de emoticonos y de una escritura entre pueril y adolescente (verbigracia: «¡Qué guapoooooooo!») denota y denuncia esa distancia. Y cabe preguntarse qué pasaría con esas declaraciones de amor tan frecuentes entre amigos, parejas y familiares si se produjeran encuentros cara a cara.


No parece que vaya a producirse un giro a la inversa, ni siquiera un paso atrás, en la dirección que están adquiriendo las relaciones humanas pasadas por las redes sociales. Cabe preguntarse, entonces, qué pasará el día que creamos que ya no es necesaria la presencia física de los otros, qué perderemos y qué se habrá ido para siempre en nosotros mismos sin la socialidad presencial, cómo nos habremos vuelto de cosificables y manipulables producto del aislamiento y la separatidad.

Escrito el 16 de noviembre de 2013. Actualizado el 6 de febrero de 2023

Millones de seres humanos vivimos conectados, lo que en sí mismo no es bueno ni malo, porque quizás tenga algo de ambas posibilidades, pero lo que seguramente produce es un efecto de socialidad, de popularidad y de pertenencia que en muchos casos es terriblemente engañoso y muy perjudicial.
Del millón de amigos y el sentirse solo

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