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Terapias combinadas para una Vida Plena
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La infancia no se guarda en un álbum ni se archiva en un cajón del tiempo. Sus huellas invisibles permanecen en lo profundo de nuestra subjetividad, moldeando la manera en que amamos, confiamos, tememos y nos defendemos del dolor.


Reconocer las huellas invisibles de la infancia es aceptar que lo vivido en los primeros años de vida puede seguir latiendo en nosotras, a veces silencioso, a veces insistente, recordándonos que nuestra historia inicial no se deja atrás tan fácilmente.


Creemos haber dejado atrás ciertas escenas, pero si no se reconocen pueden regresar disfrazadas de inseguridad, angustia o dificultades en los vínculos. Son ecos persistentes, sombras que se asoman en momentos inesperados, invitándonos a mirar nuestra infancia con atención, compasión y curiosidad.


Ecos de la infancia en la adultez

Detrás de cada historia se repite un mismo hilo: lo no elaborado retorna en la vida adulta, ya sea como síntoma, como repetición o como vacío. Algunos ejemplos (con nombres ficticios, inspirados en la consulta):


  • Marta: A los 12 años debió asumir un rol materno con sus hermanas. Hoy no se permite pedir ayuda; su cuerpo y su mente quedaron organizados alrededor de la idea de que sólo ella puede sostenerlo todo.

  • Marc: Creció en un hogar donde el reconocimiento nunca llegaba. Su «nunca es suficiente» interiorizado se traduce hoy en ansiedad, miedo y autoexigencia extrema.

  • María: Vivió rodeada de secretos y silencios, lo que se transformó en dificultad para confiar y expresar lo que siente realmente.

  • Sara: Fue sobreprotegida y sin oportunidad de explorar. Ahora, como adulta, la inseguridad refleja aquella falta de confianza inicial.

  • Carlos: Al crecer sin espacio para la expresión afectiva, aprendió a desconectarse de sus emociones. Hoy mantiene relaciones distantes y teme el vínculo profundo.

  • Mireia: Su creatividad y espontaneidad fueron ridiculizadas por su madre. El eco de esa invalidación resuena hoy en su miedo a ser juzgada o rechazada.


Cada historia es un hilo invisible que atraviesa la vida adulta, un guion que a menudo seguimos sin darnos cuenta. Reconocerlo es el primer paso para tejerlo de otra manera.


La infancia como escenario psíquico

Freud decía que el niño es «padre del adulto». Lo vivido en los primeros años no se guarda como una fotografía, sino como escenas cargadas de afecto: gestos, miradas, silencios, palabras no dichas. Un «sí puedes» posibilita sembrar confianza; un gesto de indiferencia repetido puede abrir vacíos que, años después, intentamos llenar con logros, relaciones o síntomas.


Estos ecos nos recuerdan que nuestra manera de relacionarnos con el mundo y con nosotras mismas tiene raíces profundas. Reconocerlos implica mirar la historia propia con atención, compasión y honestidad. Sólo así podemos liberar lo que nos limita y abrazar lo que nos nutre.


La posibilidad de transformar

Las huellas de la infancia son significativas, pero no nos condenan. Ser adulto es asumir la responsabilidad de tu historia y, al hacerlo, abrir la posibilidad de crear un presente más consciente: para ti misma y, si lo hay, también para quienes vienen después. Sanar no significa borrar lo vivido, sino darle un nuevo sentido y transformar lo que antes fue repetición inconsciente en una elección libre.


A veces no basta con comprender tu historia; es en el encuentro con otra persona —en un espacio seguro como la terapia— donde esas huellas encuentran nuevas palabras y un sostén distinto. Allí se abre la posibilidad de resignificar lo que dolió y de recuperar la confianza en tu capacidad de elegir. Mirar hacia atrás no es quedar atrapado en el pasado, sino reconocer de dónde vienes para habitar el presente con mayor autenticidad.


Cada huella guarda un eco y cada eco puede transformarse en voz propia. La infancia te habita, pero eres tú quien puede elegir cómo seguir escribiendo la historia.



Las huellas invisibles de la infancia
Las huellas invisibles de la infancia

«En el mundo de los caminos la belleza es ininterrumpida y constantemente cambiante; y a cada paso nos dice: ¡detente!», Milan Kundera


En nuestra sociedad acelerada, cada vez más personas caminan con prisas, perdidas, ansiosas y sobrecargadas de problemas que ellas mismas generan. Su andar refleja desconexión: tanto consigo mismas como con el mundo que las rodea. Los valores culturales actuales promueven esta desconexión, empujándonos a dejar de observar y disfrutar las sutilezas que nos rodean.



El simple acto de caminar consciente

Contemplar la vida mientras caminamos parece sencillo, pero en la práctica rara vez estamos presentes en cada paso. A menudo caminamos con un objetivo que nos distrae de la calma y nos aleja de la experiencia pura del movimiento.


Cada persona posee un andar único y original, pero el ritmo de vida moderno lo ahoga. Hoy vemos personas con pasos rígidos, inseguros o distraídos, sumergidas en pensamientos improductivos o absortas en sus móviles. Esta desconexión dificulta disfrutar del andar contemplativo y del conocimiento que emerge de la simplicidad de caminar con atención.


Nos surgen preguntas inevitables:

  • ¿Hacia dónde vamos con tanta prisa?

  • ¿Somos capaces de permanecer en silencio y observar nuestro entorno?

  • ¿Caminar debe ser siempre un medio para alcanzar un fin?

  • ¿Estamos dispuestos a cultivar un caminar más consciente, saludable y responsable?



El poder de caminar con conciencia

Incluso en medio de la prisa, la incertidumbre y el ruido constante, es posible reconectar con uno mismo. Caminar conscientemente nos permite reinterpretar la existencia más allá de las dificultades cotidianas. Frente a la dicotomía entre escapar de nuestra voz interior o iniciar un camino de renovación, el simple acto de caminar nos ofrece una respuesta: presencia, ligereza, apertura y conexión con el momento presente.


Caminar conscientemente nos invita a:

  • Sentir nuestro cuerpo y nuestras sensaciones físicas.

  • Observar y disfrutar del entorno que nos rodea.

  • Practicar el arte de soltar y dejar ir, un proceso tan sencillo como profundo.


No es solo desplazamiento; es una técnica ancestral de meditación que fortalece la salud física, mental y espiritual. Desde el contacto con la naturaleza hasta la contemplación de una fachada urbana, pasando por el simple placer de escuchar nuestros pasos, caminar nos enseña a estar presentes y a valorar lo cotidiano.



Comienza a caminar la vida

Abrir la puerta cada mañana y dar el primer paso consciente es un acto de libertad y atención. Cada paso posterior depende de ti: tu ritmo, tu mirada y tu disposición para vivir con mayor presencia y plenitud.


Caminar la vida no es solo moverse; es aprender a estar, a sentir y a contemplar, redescubriendo la belleza que nos rodea, paso a paso.



Contemplar la vida al caminar suena y parece fácil, pero cuando caminamos estamos en cualquier lugar, menos en la presencia misma de nuestros pasos.
Caminar la vida: El arte de andar con conciencia

Para mí, significa una experiencia de apertura. Con todo lo que representa ese abrirse, que es mucho y difícil. La meditación es una revelación. Revela algo muy preciado, aunque también revela molestia. Otras veces revela sorpresa, un descubrirse una misma. En otras ocasiones, ese descubrimiento es incómodo; en otras, en cambio, es enormemente gratificante. Sentarme a meditar cada día es un viaje único, distinto, sin retorno y con muchas sinergias.


Meditando en casa
¿Qué significa para cada uno meditar?

Hay un montón de razones para realizar la práctica de la meditación, y todas ellas resultan enormemente satisfactorias y beneficiosas; y también, a la vez, como ocurre en cualquier crecimiento, no es un camino de rosas. Sin obstáculos es imposible crecer. Sin desafíos, sin tormentas, sin sombras, sin dificultades… nuestro desarrollo es vacío y sin esencia. Toparse con el yo egoico, con las resistencias, las incomodidades, las tensiones, los bloqueos, las crispaciones… no resulta para nada un camino fácil.


Cuando decimos «tengo una contractura en la espalda», ¿quién es la que está contracturada? Yo no estoy mal, es mi espalda, como si mi espalda no fuera parte de mí. El lenguaje nos pone trampas y nos aleja del cuerpo que somos. Y de la unidad.


También medito para despojarme de aquello que me sobra, que me bloquea, que me resta… para enfrentarme a mis resistencias yoicas, para liberarme de capas que ya no necesito y, cómo no, para acercarme a mi ser esencial. Es, sin duda, una apuesta personal que recomiendo y que vale mucho la pena. No cuesta dinero, no hacen falta conocimientos previos. Sólo es necesario sentarse y observar qué sucede. Eso sí, poniendo atención a la postura, sentir cómo la tierra nos acoge y nos impulsa a la vez al cielo desde nuestro centro, desde el Hara.


¿Y tú, meditas? ¿Qué experimentas en la meditación?


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