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Terapias combinadas para una Vida Plena
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La meditación es muchas cosas, y cuesta poner en palabras todo lo que puede llegar a ser. Meditar es abrirse, sentir, habitar el presente y transitar un camino que, con el tiempo, puede conducir a una transformación profunda.


Meditar es permitirse estar en el aquí y ahora, sin forzar respuestas ni buscar soluciones inmediatas. Es abrir espacio para que emerja lo que tenga que emerger, sin huir ni reprimir.


Es también aprender a relacionarnos de forma más consciente con todo lo que aparece en la mente, que —como el cauce de un río— nunca deja de fluir. La meditación nos invita a detenernos, a recuperar el contacto con nosotros mismos y con lo esencial.


Meditar es una práctica de vida plena. Nos pone frente a nuestra verdadera naturaleza. Nos lleva al descubrimiento honesto de lo que somos más allá de las máscaras. Nos ancla en lo inmediato: lo que sentimos, lo que sucede, lo que somos ahora.


Abrir, sentir, vivir y transitar un camino que puede llevar a la transformación personal.
La experiencia de meditar

La experiencia de meditar


Haz la prueba: siéntate a meditar y observa cómo estás. Sin juzgar, sin buscar nada. Solo obsérvate y déjate respirar. Cuando inspires, ábrete a la experiencia, a sentir, a recibir. Cuando espires, suelta, vacíate, permite que el aire se lleve lo que ya no necesitas. Inspirar es recibir; espirar es soltar. Ahí está el equilibrio.


La respiración está con nosotros desde que nacemos hasta el final. Nos moldea, nos acompaña, se adapta a nuestro estado interno. Si hay tensión, miedo o exceso de control, la respiración lo reflejará. Obsérvala. Déjate respirar sin intervenir. No la fuerces. Tú eres esa respiración que viene y va, que sube y baja, sin cesar.


En la meditación no se trata de hacerlo bien o mal, sino de que te sientes y te observes. Se trata de que contemples los pensamientos, las emociones que hablan y arrastran, pero sin implicarte ni tampoco que los alimentes. Es dejar que las cosas vengan y dejar que las cosas se vayan.


Cuando te sientes practica el gesto de simplificar. Simplificar nos hace libres. Simplificar para limpiar. Clarificar para que aparezca lo que somos y no lo que tenemos. La simplicidad nos invita a despojarnos de lo accesorio y a descubrir nuestra esencia. Si estamos preocupados por una sola hoja no veremos el árbol.


Yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar. Ese era el sueño de un cantautor brasileño llamado Roberto Carlos, allá por la década de 1970. Por entonces casi nadie en el mundo tenía un ordenador personal, la telefonía móvil no existía —al menos tal como la conocemos hoy— y, por supuesto, internet estaba aún muy lejos de convertirse en el instrumento que ha devenido sobre todo en las tres décadas últimas. Roberto Carlos posee una página oficial en Facebook que suma más de 8,8 millones de seguidores, eso que en esa y otras redes sociales se denomina amigos. Y en su página oficial de Instagram el número de seguidores asciende a 1,8 millones. Su viejo sueño no ya cumplido, sino aumentado con creces.


El trepidante desarrollo tecnológico está haciendo que las redes sociales ocupen cada día más tiempo en nuestras vidas. La escena de un transeúnte más pendiente del móvil que del tránsito, de una pareja de enamorados abrazados pero abstraídos cada uno en su pantallita, de un comensal retratando el plato que degustará o de un viajero que prefiere fotografiar o filmar el espléndido paisaje para «compartirlo» con sus «amigos» de las redes que dejarse cautivar por la belleza o abrazar por las emociones de la contemplación, todas ellas —y muchas otras similares— han dejado de sorprender, por cotidianas.


Millones de seres humanos vivimos conectados, lo que en sí mismo no es bueno ni malo, porque quizás tenga algo de ambas posibilidades, pero lo que seguramente produce es un efecto de socialidad, de popularidad y de pertenencia que en muchos casos es terriblemente engañoso y muy perjudicial.

Cuando formamos parte de las llamadas redes sociales (acaso sería más adecuado llamarlas redes virtuales) vivimos la ilusión robertocarliana de tener muchos amigos (seguidores), de formar parte de una comunidad, de compartir y protagonizar acontecimientos, de contar con gente que nos «sigue» (lo que resultará un inconveniente para los que alimenten paranoias persecutorias) y, en suma, de participar de las cosas del mundo real. Parte de todo ello es cierta, pero en gran medida también resulta una falsedad, ya que al grueso de esos supuestos «amigos» ni siquiera los hemos visto en persona, el nivel de relación es muy superficial e inestable, tanto que depende de un sencillo impulso narcisista —por ejemplo, una crítica no deseada o acaso una sola palabra con la que no estemos de acuerdo— para que, con un simple clic de ratón, hagamos delete o lo que aparece como un borrado definitivo y radical del otro, block, y esa «amistad», «pareja» habrá pasado al olvido y algo mucho más dañino, que da para otro artículo.


Por otra parte, unas relaciones basadas en la comunicación escrita o mediante imágenes son unas relaciones en las que el cuerpo está ausente, un cuerpo al que necesariamente le ocurrirían cosas si esas mismas relaciones se establecieran en presencia del otro, desde el rubor hasta la agitación, pasando por una rica gama de reacciones físicas generadas por o desencadenantes de emociones y afectos producidos por la proximidad de los demás. La profusión de emoticonos y de una escritura entre pueril y adolescente (verbigracia: «¡Qué guapoooooooo!») denota y denuncia esa distancia. Y cabe preguntarse qué pasaría con esas declaraciones de amor tan frecuentes entre amigos, parejas y familiares si se produjeran encuentros cara a cara.


No parece que vaya a producirse un giro a la inversa, ni siquiera un paso atrás, en la dirección que están adquiriendo las relaciones humanas pasadas por las redes sociales. Cabe preguntarse, entonces, qué pasará el día que creamos que ya no es necesaria la presencia física de los otros, qué perderemos y qué se habrá ido para siempre en nosotros mismos sin la socialidad presencial, cómo nos habremos vuelto de cosificables y manipulables producto del aislamiento y la separatidad.

Escrito el 16 de noviembre de 2013. Actualizado el 6 de febrero de 2023

Millones de seres humanos vivimos conectados, lo que en sí mismo no es bueno ni malo, porque quizás tenga algo de ambas posibilidades, pero lo que seguramente produce es un efecto de socialidad, de popularidad y de pertenencia que en muchos casos es terriblemente engañoso y muy perjudicial.
Del millón de amigos y el sentirse solo

Este artículo, la 'cara Instagram', fue publicado originalmente en el diario Público, firmado por su colaboradora Barbijaputa. Lo reproducimos porque estamos convencidas de que te resultará de gran interés.


En el año 2019, Jia Tolentino, redactora de The New Yorker, explicó el término «Instagram Face» (cara Instagram) en uno de sus artículos. Tolentino señaló lo que todas veíamos en nuestras redes sociales, especialmente en Instagram: una tendencia al alza vertiginosa en la que las mujeres acababan con sus caras retocadas de la misma manera con las mismas toxinas y ácidos (bótox, ácido hialurónico, etc.), obteniendo como resultado el mismo rostro ciborgiano, robótico, podríamos decir incluso posthumano. Tolentino añadía entonces: «(La cara Instagram) es un rostro joven, por supuesto, con piel sin poros y pómulos altos y regordetes. Tiene ojos de gata y pestañas largas y caricaturescas, nariz pequeña y pulcra y labios carnosos y exuberantes».


La 'cara Instagram'
La 'cara Instagram'

Solo dos años después de ese artículo, los números nos dieron dolor de barriga: en 2021, en España, la edad media de las mujeres que se inyectan botox ya no es de 35 años, sino de 20. La industria no tiene suficiente dinero de aquellas mujeres a las que han aterrorizado con su aspecto, a las que han hecho odiar su propio cuerpo, así que tenían que ir a por las más jóvenes. Pero, ¿cómo le vendes inyecciones a chicas de 20 años si sus pieles no necesitan absolutamente nada? Ni sus labios se han ido adelgazando con los años, ni hay arrugas ni las va a haber en muchos años... ¿cómo se les puede sacar el dinero a estas chicas? Con más miedo, con más odio hacia ellas mismas. La industria ya no necesita hacer que las mujeres nos odiemos en el presente, pueden conseguir que nos odiemos en el futuro, en lo que nos vamos a convertir. El mensaje es claro, no se esconden: Pínchate botox ahora para que la cara no se te mueva y las arrugas de expresión tarden más en salir. Mete toxinas y ácidos en tu piel para impedir que se mueva, que tengas expresiones humanas. Si los músculos de tu cara no se mueven, si dejas en coma a tu cara, ¿cómo van a salirte arrugas de expresión? Si no te expresas, no hay marcas de que te hayas expresado. Porque, ¿qué hay peor que una cara con marcas de haber vivido? Nada, especialmente cuando eres una mujer, claro.


La industria también lo intenta con los hombres, y llega a convencer a algunos, pero no hace falta decir que son una minoría, y lo van a seguir siendo, como siempre ocurre con todo aquello que va de maltratarse, de someterse a lo-que-sea por mantener un aspecto lo más parecido posible al dictado de la moda del momento. Modas cambiantes que dejan víctimas tras de sí, claro.


Las alarmas deberían haber sonado hace muchos años, pero el drama es que no saltan ni ahora, con los datos que se barajan. Una vez más, se ha normalizado la violencia estética que sufrimos las niñas y mujeres a través de todo tipo de contenidos. El gigante de la industria estética, aliado con redes sociales como Instagram, es el peor enemigo del sexo femenino. Han conseguido que una mancha solar en la cara de cualquier mujer nos resalte ahora como si fuera de neón. Nos han remodelado el cerebro para que tengamos lupas en los ojos para las imperfecciones, una lupa con muchos más aumentos que la que solíamos tener. Tolentino, lo explica bien «Instagram, que se lanzó cuando la década estaba empezando, en octubre de 2010, tiene su propio lenguaje estético: la imagen ideal es siempre la que aparece instantáneamente en la pantalla de un teléfono». La industria de lo estético invierte en redes como Instagram las millonadas necesarias para que se nos muestren constantemente caras y cuerpos de mujeres que o bien ya han pasado por inyecciones y quirófanos, o bien hacen un uso lucrativo de los filtros de Instagram para parecer más jóvenes, más bellas (concepto estipulado por el propio Instagram) e incluso más sanas. Muy a menudo, mucho, lo que vemos en Instagram es ambas a la vez: mujeres que ya alteraron su apariencia y además usan filtros. Algunas se ganan la vida así, vendiendo su imagen prefabricada y decidida por la industria a través de las redes sociales, sacan algo por el sacrificio. La inmensa mayoría de niñas, adolescentes y mujeres no ganan nada, solo pierden: dinero, tiempo y una autopercepción sana. Perdemos en salud mental, perdemos en calidad de vida, perdemos nuestros ahorros y además el tiempo que no tenemos.


No sé dónde acabará esta pendiente cada vez más inclinada y resbaladiza, es imposible adivinarlo. No creo que nadie fuera capaz de vaticinar hace tan solo 10 años que las chicas de 20 iban a estar haciendo cola para inyectarse botox... lo que sí es seguro es que cuesta mucho ser optimista. Ni el auge del feminismo ni la época que vivimos ahora (con el mayor número de mujeres en la historia siendo conscientes de nuestra opresión) han conseguido ser ni un pequeño obstáculo en esta maquinaria despiadada que nos devora y empuja lo que queda de nosotras hacia una homogeneización estética. Porque si estamos depresivas, ansiosas, estresadas, irascibles, con trastornos de alimentación y desprecio por nosotras mismas... es lo de menos. Lo importante es cómo luces para el ojo ajeno, ese que te mira un segundo, te juzga por no ponerte botox (o por ponértelo) y te olvida tan pronto como pasa al siguiente post.


Barbijaputa (es el seudónimo de la articulista del periódico Público).

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