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Terapias combinadas para una Vida Plena
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Supongamos que estás triste, pero de pronto lees o escuchas algo que te hace reír.


O supongamos que estás en un atasco de tránsito, impaciente y preocupada porque llegarás tarde a una cita, cuando te llama por teléfono una amiga y de inmediato te alegra.

Son dos ejemplos cotidianos de cambios de humor, de estado anímico.


Date cuenta de que retirar la atención de lo que te hace mal, lo que te daña, y ponerla en otra cosa es suficiente para cambiar tu estado mental.

Observa lo rápido que pueden pasar esas nubes que son los estados mentales.


Se trata de verdaderos destellos de libertad.

Pero no hace falta que tengas una distracción agradable para cambiar tus estados de ánimo. Observar con atención los sentimientos negativos sin juzgarlos ni oponer resistencia es suficiente para que desaparezcan.

¿Qué es la ira? ¿Dónde la sientes? ¿Y la tristeza? ¿En qué lugar del cuerpo la situarías?

Desarrollar una conciencia clara contribuye a que tus estados mentales viajen deprisa, como a menudo lo hacen las nubes.






Las relaciones entre la psicoterapia y el zen vienen de muy antiguo. Hay quienes consideran que la doctrina dictada por el Buda histórico, Siddharta Gautama, supone ya en sí el corpus de una psicoterapia. Sin entrar en razonamientos que pretendan afirmar o cuestionar dicha afirmación, sí puede resultar fructífero establecer consonancias y diferencias entre dos prácticas que, apreciadas en detalle, presentan muchas resonancias en sus propuestas sanadoras.

La psicoterapia y el zen son como un par de hermanos, pero que han decidido coexistir a una cierta distancia.

En la psicoterapia es el terapeuta quien se encarga de desarrollar una relación entre dos, el profesional y la persona que consulta. De dicha relación terapéutica dependerá en gran medida el avance o no del proceso terapéutico.

En el zen, en cambio, la práctica se realiza en silencio. Y se trata de una práctica personal, individual mientras acontece, y por tanto, como experiencia personal en sí, resulta intransferible. En el zen, la palabra sigue a la práctica, y nunca ocurre al revés.


Psicoterapia y zen, hermanos a la distancia

El agente de cambio en la psicoterapia es el terapeuta, quien se encarga de interpretar, de descifrar el relato de la persona consultante, en especial de sus decires inconscientes, aquello que siempre se desliza en el discurso, pero también aquello que se silencia como resistencia.

El zen propone que sea el cuerpo ese agente de cambio. El practicante zen pone en juego su cuerpo, y es a través de ese cuerpo que molesta, que duele, que interpela, que se indaga, se investiga y se averigua qué está aconteciendo en el momento mismo de la práctica. Ese cuerpo que interviene al principio como obstáculo, lenta y progresivamente se irá serenando, se expandirá, hasta convertirse en un aliado para la práctica.


¿Quién dirige la terapia en el zen y en la consulta del psi? En este último caso, la dirección de la cura reposa en la figura del psicoterapeuta. En el zen, sin embargo, queda claro en una sentencia de Dogen Zenji: «Zazen es el maestro». Dicho de otro modo: no hay más maestro que el propio practicante en su encuentro con la postura y la respiración. La dirección en el zen consiste, casi exclusivamente, en hacer posibles las condiciones para que acontezca la práctica. Lo que sigue es puro devenir.

Todas las personas vivimos existencias precarias. Los seres humanos («vivientes necesitados», según la feliz expresión de Marià Corbí) precisamos de la cercanía de nuestros semejantes. Aprender a estar con otros requiere de un saber estar en paridad. Esto implica a varones y hembras, hombres y mujeres, pero la tarea no siempre es sencilla. El principal obstáculo posee diversos nombres: heteronorma, patriarcado, rechazo de la otredad. Para el caso de la masculinidad hegemónica, el lugar de lo inferior incluye lo viejo, lo infantil, lo femenino, lo gay… y la relación podría continuar hasta abarcar cualquier forma de la alteridad. «No soporto al otro porque no es como yo o como a mí me gustaría que fuese», sería una frase a modo de resumen.


John Money (1955) fue el creador de la categoría teórica de género. Lo hizo para dar cuenta de que los sentimientos de masculinidad o de feminidad que experimentamos las personas son construcciones culturales. Aunque estaba lejos de abanderar ninguna teoría queer avant la lettre, Money creó la noción de «asignación de género», tomada de los estudios del lenguaje. Adscribía así, acaso sin saberlo en absoluto, a la idea freudiana de que «masculinidad y feminidad son construcciones teóricas de contenido incierto». Es decir, más allá de los genitales con que hayamos nacido, sentirse hombre o mujer dependerá de numerosos factores que poco o nada tienen que ver con la base biológica que nos designa al nacer como hembra o varón.

Psicoanálisis con perspectiva de género

Aunque intentásemos tapar el sol con las manos, nadie osa ya discutir que se han producido cambios en lo cotidiano y en el devenir de los proyectos vitales de las personas, cambios que tienen impacto en la labor analítica y que plantean nuevas demandas y problemáticas. Encuentros y desencuentros entre géneros (sinsabores de la vida conyugal derivados de la separación entre deseo y apego), industrialización de los vínculos (el porno como modelo hegemónico propuesto para la sexualidad, Tinder y Grindr como herramientas para gozar de un sexo fast food que se fantasea sin consecuencias psicoafectivas), relaciones interpersonales propias de la posmodernidad (poliamor, parejas abiertas), nuevas tecnologías al servicio de la reproducción, separaciones y tenencias compartidas de hijos incluso antes del primer año de vida, monoparentalidad, homoparentalidad, etcétera. El mundo ha cambiado y seguirá cambiando a un ritmo cada vez más vertiginoso, lo que obliga al psicoanálisis a abandonar viejas perspectivas teóricas heteronormativas (freudianas, lacanianas y aun posteriores), para poder pensar las relaciones sexoafectivas entre géneros, tan mutantes y mutables como lo son las subjetividades del tiempo que nos toca vivir.


La propuesta de un psicoanálisis con perspectiva de género y aperturista se basa en la idea de que, para acompañar a las personas que consultan, el analista debe ocupar la posición de quien no sabe qué hallará detrás de la o las etiquetas que el paciente trae adheridas a su sexualidad. Es decir, no permitir que el prejuicio o una mirada conservadora (desfasada) sobre los problemas actuales nos hagan ver como psicopatológico aquello que se deriva de las nuevas relaciones de poder en un mundo cada vez más salvajemente biopolítico. Y, por otro lado, tampoco renunciar a poder identificar las nuevas formas que irá adoptando la psicopatología en eso que emerge como rabiosamente actual.


Un psicoanálisis con perspectiva de género no puede correr el riesgo de alinearse, como una más, entre las tendencias que se proponen para curar la homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad, el travestismo. Se trata de que ayudemos con el padecimiento humano, pero no desde una visión hegemónica heteronormativa y mucho menos con la naturalización del sexo y la esencialización del género como estandartes.

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