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Terapias combinadas para una Vida Plena
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Yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar. Ese era el sueño de un cantautor brasileño llamado Roberto Carlos, allá por la década de 1970. Por entonces casi nadie en el mundo tenía un ordenador personal, la telefonía móvil no existía —al menos tal como la conocemos hoy— y, por supuesto, internet estaba aún muy lejos de convertirse en el instrumento que ha devenido sobre todo en las tres décadas últimas. Roberto Carlos posee una página oficial en Facebook que suma más de 8,8 millones de seguidores, eso que en esa y otras redes sociales se denomina amigos. Y en su página oficial de Instagram el número de seguidores asciende a 1,8 millones. Su viejo sueño no ya cumplido, sino aumentado con creces.


El trepidante desarrollo tecnológico está haciendo que las redes sociales ocupen cada día más tiempo en nuestras vidas. La escena de un transeúnte más pendiente del móvil que del tránsito, de una pareja de enamorados abrazados pero abstraídos cada uno en su pantallita, de un comensal retratando el plato que degustará o de un viajero que prefiere fotografiar o filmar el espléndido paisaje para «compartirlo» con sus «amigos» de las redes que dejarse cautivar por la belleza o abrazar por las emociones de la contemplación, todas ellas —y muchas otras similares— han dejado de sorprender, por cotidianas.


Millones de seres humanos vivimos conectados, lo que en sí mismo no es bueno ni malo, porque quizás tenga algo de ambas posibilidades, pero lo que seguramente produce es un efecto de socialidad, de popularidad y de pertenencia que en muchos casos es terriblemente engañoso y muy perjudicial.

Cuando formamos parte de las llamadas redes sociales (acaso sería más adecuado llamarlas redes virtuales) vivimos la ilusión robertocarliana de tener muchos amigos (seguidores), de formar parte de una comunidad, de compartir y protagonizar acontecimientos, de contar con gente que nos «sigue» (lo que resultará un inconveniente para los que alimenten paranoias persecutorias) y, en suma, de participar de las cosas del mundo real. Parte de todo ello es cierta, pero en gran medida también resulta una falsedad, ya que al grueso de esos supuestos «amigos» ni siquiera los hemos visto en persona, el nivel de relación es muy superficial e inestable, tanto que depende de un sencillo impulso narcisista —por ejemplo, una crítica no deseada o acaso una sola palabra con la que no estemos de acuerdo— para que, con un simple clic de ratón, hagamos delete o lo que aparece como un borrado definitivo y radical del otro, block, y esa «amistad», «pareja» habrá pasado al olvido y algo mucho más dañino, que da para otro artículo.


Por otra parte, unas relaciones basadas en la comunicación escrita o mediante imágenes son unas relaciones en las que el cuerpo está ausente, un cuerpo al que necesariamente le ocurrirían cosas si esas mismas relaciones se establecieran en presencia del otro, desde el rubor hasta la agitación, pasando por una rica gama de reacciones físicas generadas por o desencadenantes de emociones y afectos producidos por la proximidad de los demás. La profusión de emoticonos y de una escritura entre pueril y adolescente (verbigracia: «¡Qué guapoooooooo!») denota y denuncia esa distancia. Y cabe preguntarse qué pasaría con esas declaraciones de amor tan frecuentes entre amigos, parejas y familiares si se produjeran encuentros cara a cara.


No parece que vaya a producirse un giro a la inversa, ni siquiera un paso atrás, en la dirección que están adquiriendo las relaciones humanas pasadas por las redes sociales. Cabe preguntarse, entonces, qué pasará el día que creamos que ya no es necesaria la presencia física de los otros, qué perderemos y qué se habrá ido para siempre en nosotros mismos sin la socialidad presencial, cómo nos habremos vuelto de cosificables y manipulables producto del aislamiento y la separatidad.

Escrito el 16 de noviembre de 2013. Actualizado el 6 de febrero de 2023

Millones de seres humanos vivimos conectados, lo que en sí mismo no es bueno ni malo, porque quizás tenga algo de ambas posibilidades, pero lo que seguramente produce es un efecto de socialidad, de popularidad y de pertenencia que en muchos casos es terriblemente engañoso y muy perjudicial.
Del millón de amigos y el sentirse solo


Un hombre mira el teléfono móvil de una mujer mientras ella duerme
«Me quiere mucho, es su manera de amarme»

Una persona mantiene una relación amorosa con otra, de la que se queja amargamente porque la hace víctima de unos celos enfermizos. «Es así porque me quiere mucho, es su manera de amarme», la justifica. Henri-Pierre Cami escribió su Historia del joven celoso acerca de aquel que, preocupado porque los ojos de su amada miraban a todo el mundo, porque con sus manos podía hacer gestos de invitación y seducirlos, porque podía hablar con otros y sonreírles, porque podía marcharse de su lado, le arrancó los ojos, le cortó las manos y la lengua, la dejó sin dientes y, por fin, le cortó las piernas. «De este modo —se dijo— estaré más tranquilo». Y entonces dejó de vigilar de manera enfermiza a la joven amada, porque así, en su lamentable estado, ya nadie la desearía. Hasta que un día volvió a casa y no la encontró: había desaparecido, secuestrada por un exhibidor de fenómenos de circo.

  • Foto del escritor: Eva Rodríguez Renom
    Eva Rodríguez Renom

«Uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad».

Carl Jung

Cuando uno empieza un camino interior no tiene más remedio que topar y transitar con sus sombras. Según Carl Jung, el arquetipo de la sombra representa el «lado oscuro» de la personalidad, rasgos y actitudes que el yo consciente no reconoce como propios. Las personas que nos acercamos a la meditación y a la práctica con constancia reconocemos que desde el primer momento de nuestro trabajo nos encaminamos hacia el encuentro con todo aquello que no nos gusta, que nos incomoda, que nos duele y que, a veces, puede resultar insoportable. Topamos con inquietudes, temores, limitaciones, sentimientos de culpa y agresividad, pero también con deseos que, por una razón u otra, desechamos y reprimimos. Pero las sombras están en algún lugar, no desaparecen. Siguen ahí, aunque muchas veces no queramos reconocerlas. Aunque no estén en la conciencia, permanecen en lo más hondo y en algún momento pedirán permiso —o no— para manifestarse. Con frecuencia no aparecen de una forma amable, surgen con demasiado ruido o pueden ser silenciosas externamente pero angustiantes en nuestro interior. En ocasiones, se expresan con gran entusiasmo... Las formas y los colores de las sombras son variables como la vida misma. Ser capaces, con ayuda, de afrontar nuestras oscuridades y de sacar a la luz esas sombras, para que poco a poco florezcan, es sin duda un acto de honestidad, valentía, confianza y un valioso trabajo para sanar.


Cuando uno empieza un camino interior no tiene más remedio que topar y transitar con sus sombras.
Transitar con las sombras



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