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Lo roto
Cuando las cosas se rompen

Hay momentos en los que por más amor, paciencia o entrega que pongamos, las cosas simplemente se rompen. Insistir puede ser más doloroso que aceptar. En esta entrada, te invitamos a reflexionar sobre la importancia de dejar ir desde el amor, respetando tanto tu proceso como el de las demás personas. Sanar no es olvidar ni negar; es abrazar lo que fue, aprender de ello y caminar hacia lo que está por venir, aunque duela.


Cuando las cosas se rompen, no te esfuerces en querer pegarlas si sólo eres tú quien lo intenta. El amor, el respeto y el compromiso son caminos de ida y vuelta; no basta con que una solo quiera sostener lo que ya se ha roto. A veces las cosas suceden por alguna razón que ahora no comprendes, pero que más adelante tendrá sentido en tu vida.


No insistas en salvar ni cuidar a quien no desea ser cuidado ni amado. No puedes llenar un corazón que no se abre, ni sanar heridas que no quieren ser vistas. Aprender a respetar los procesos ajenos es también un acto de respeto hacia ti misma.


No renuncies a lo que eres por quien eligió seguir otro camino. Quien se aleja, elige su propio aprendizaje, su propio deseo, y eso no significa que tú debas perderte a ti misma en su partida.


No hieras tu alma intentando una vez más, a cambio de nada, cuando ya se ha ido todo lo que había. Aprende a soltar, aunque duela, aunque cada paso hacia adelante se sienta como caminar en contra del viento.


Acepta lo que es, en estos momentos, y avanza a tu propio ritmo. No es sencillo, es cierto; habrá días duros, de nostalgia y de silencio. Pero también habrá amaneceres nuevos, pequeños brotes de esperanza. Se trata, poco a poco, de elaborar el duelo, de reparar las grietas internas, de reconstruirte desde el amor propio y seguir caminando.


A veces sanar es un trabajo diario, pequeño y silencioso. Pero cada paso, cada pequeño acto de cuidado hacia ti misma, cuenta.


La otra persona, como tú, está en su proceso y quizás más adelante podáis encontraros de nuevo o quizás vuestros caminos ya serán muy distintos y no será posible este encuentro.


La vida nos enseña tanto… Nos invita, a veces de forma dolorosa, a crecer, a comprender que todo tiene su tiempo y su propósito. La vida es un aprendizaje constante, una escuela de paciencia, de resiliencia y de amor.


Cada uno de nosotras escoge lo que cree que es mejor para su propio bienestar. Y aunque no siempre podamos evitar el dolor, sí podemos aprender a vivir sin aferrarnos a él, sin hacer de las heridas nuestro hogar.


Y por encima de todo ello te recomiendo, que te equivoques de estación, que camines sin brújula, que desordenes tus pensamientos, que transformes tus recuerdos, que dibujes nuevos sueños, que bailes desnuda, que sientas de nuevo y que vivas sin miedo.


Recuerda: No todo lo que duele debe ser reparado. A veces, es muy conveniente y necesario que sea liberado.




Yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar. Ese era el sueño de un cantautor brasileño llamado Roberto Carlos, allá por la década de 1970. Por entonces casi nadie en el mundo tenía un ordenador personal, la telefonía móvil no existía —al menos tal como la conocemos hoy— y, por supuesto, internet estaba aún muy lejos de convertirse en el instrumento que ha devenido sobre todo en las tres décadas últimas. Roberto Carlos posee una página oficial en Facebook que suma más de 8,8 millones de seguidores, eso que en esa y otras redes sociales se denomina amigos. Y en su página oficial de Instagram el número de seguidores asciende a 1,8 millones. Su viejo sueño no ya cumplido, sino aumentado con creces.


El trepidante desarrollo tecnológico está haciendo que las redes sociales ocupen cada día más tiempo en nuestras vidas. La escena de un transeúnte más pendiente del móvil que del tránsito, de una pareja de enamorados abrazados pero abstraídos cada uno en su pantallita, de un comensal retratando el plato que degustará o de un viajero que prefiere fotografiar o filmar el espléndido paisaje para «compartirlo» con sus «amigos» de las redes que dejarse cautivar por la belleza o abrazar por las emociones de la contemplación, todas ellas —y muchas otras similares— han dejado de sorprender, por cotidianas.


Millones de seres humanos vivimos conectados, lo que en sí mismo no es bueno ni malo, porque quizás tenga algo de ambas posibilidades, pero lo que seguramente produce es un efecto de socialidad, de popularidad y de pertenencia que en muchos casos es terriblemente engañoso y muy perjudicial.

Cuando formamos parte de las llamadas redes sociales (acaso sería más adecuado llamarlas redes virtuales) vivimos la ilusión robertocarliana de tener muchos amigos (seguidores), de formar parte de una comunidad, de compartir y protagonizar acontecimientos, de contar con gente que nos «sigue» (lo que resultará un inconveniente para los que alimenten paranoias persecutorias) y, en suma, de participar de las cosas del mundo real. Parte de todo ello es cierta, pero en gran medida también resulta una falsedad, ya que al grueso de esos supuestos «amigos» ni siquiera los hemos visto en persona, el nivel de relación es muy superficial e inestable, tanto que depende de un sencillo impulso narcisista —por ejemplo, una crítica no deseada o acaso una sola palabra con la que no estemos de acuerdo— para que, con un simple clic de ratón, hagamos delete o lo que aparece como un borrado definitivo y radical del otro, block, y esa «amistad», «pareja» habrá pasado al olvido y algo mucho más dañino, que da para otro artículo.


Por otra parte, unas relaciones basadas en la comunicación escrita o mediante imágenes son unas relaciones en las que el cuerpo está ausente, un cuerpo al que necesariamente le ocurrirían cosas si esas mismas relaciones se establecieran en presencia del otro, desde el rubor hasta la agitación, pasando por una rica gama de reacciones físicas generadas por o desencadenantes de emociones y afectos producidos por la proximidad de los demás. La profusión de emoticonos y de una escritura entre pueril y adolescente (verbigracia: «¡Qué guapoooooooo!») denota y denuncia esa distancia. Y cabe preguntarse qué pasaría con esas declaraciones de amor tan frecuentes entre amigos, parejas y familiares si se produjeran encuentros cara a cara.


No parece que vaya a producirse un giro a la inversa, ni siquiera un paso atrás, en la dirección que están adquiriendo las relaciones humanas pasadas por las redes sociales. Cabe preguntarse, entonces, qué pasará el día que creamos que ya no es necesaria la presencia física de los otros, qué perderemos y qué se habrá ido para siempre en nosotros mismos sin la socialidad presencial, cómo nos habremos vuelto de cosificables y manipulables producto del aislamiento y la separatidad.

Escrito el 16 de noviembre de 2013. Actualizado el 6 de febrero de 2023

Millones de seres humanos vivimos conectados, lo que en sí mismo no es bueno ni malo, porque quizás tenga algo de ambas posibilidades, pero lo que seguramente produce es un efecto de socialidad, de popularidad y de pertenencia que en muchos casos es terriblemente engañoso y muy perjudicial.
Del millón de amigos y el sentirse solo


Un hombre mira el teléfono móvil de una mujer mientras ella duerme
«Me quiere mucho, es su manera de amarme»

Una persona mantiene una relación amorosa con otra, de la que se queja amargamente porque la hace víctima de unos celos enfermizos. «Es así porque me quiere mucho, es su manera de amarme», la justifica. Henri-Pierre Cami escribió su Historia del joven celoso acerca de aquel que, preocupado porque los ojos de su amada miraban a todo el mundo, porque con sus manos podía hacer gestos de invitación y seducirlos, porque podía hablar con otros y sonreírles, porque podía marcharse de su lado, le arrancó los ojos, le cortó las manos y la lengua, la dejó sin dientes y, por fin, le cortó las piernas. «De este modo —se dijo— estaré más tranquilo». Y entonces dejó de vigilar de manera enfermiza a la joven amada, porque así, en su lamentable estado, ya nadie la desearía. Hasta que un día volvió a casa y no la encontró: había desaparecido, secuestrada por un exhibidor de fenómenos de circo.

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