Educar es una tarea titánica, pero no por ello ha de ser una repetición de los valores transmitidos.
Una de las responsabilidades como adultos educadores es poder trasladar a los más pequeños el valor que tienen de ser únicos.
Frases como: vales mucho; te quiero; llegarás lejos; te apoyo, estoy aquí; te escucho; eres listo; eres grande; eres bello; tú puedes; estoy orgullosa de ti, etc., son sólo algunos disparadores que contrarrestan momentos en los que se pueden sentir inseguros, desconfiados, pequeños, con baja autoestima...
Crecimiento personal
Para poder desarrollar una vida plena, los niños deben ser capaces de confiar en sus capacidades.
Cuántos adultos llegan a la consulta con pesadas mochilas producto del poco apoyo de sus padres. En ellas resuenan frases que siguen presentes en sus vidas, porque se las repitieron cuando eran pequeños: no preguntes tanto; eres tontito; no puedes; eres feo; estás loquito; eres raro; qué pesado; déjame en paz, no te entiendo; aprende de tu hermano/a; no llores, que no es para tanto; estoy harta de ti; eres malo, etc.
Es una evidencia que a muchas personas les ha faltado ese apoyo en la base de su existencia, y no han sabido encontrar su potencial. Seamos padres o no, hemos de romper la cadena de una trasmisión dañina y preñada de consecuencias nefastas. Sin caer, por supuesto, en tratar a los más pequeños (y los que no son tan pequeños) como florecillas y consentirles todo aquello que deseen.
Una de las tareas más difíciles es educar, y no hay garantía de hacerlo bien. Pero tenemos la responsabilidad ética de intentarlo desde nuestro centro y con madurez, y no desde lo que nos transmitieron e inculcaron nuestros antepasados. Si repetimos, no avanzamos ni reparamos.
Por ello, el primer paso de la educación de los niños empieza por la nuestra, y especialmente en las personas que deciden ser madres y padres sin muchas veces cuestionarse los motivos de esa decisión ni asumir la enorme responsabilidad que conlleva tener hijos.
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa, y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o, en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-; mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos).
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
Este cuento lo escribió Gabriel García Márquez en el año 1975. El cuento no solo es un gran ejemplo del cuestionamiento sobre la forma de vida, de la incertidumbre del futuro y de la literatura, sino también de la inseguridad económica vivida.