Admitimos sin dificultad que nos hace falta tiempo y madurez para saber «lo que ocurre en nuestra cabeza». Nos pasamos la vida interrogándonos sobre este problema. Pero el cuerpo, que no es menos misterioso, que no es menos «nosotros mismos», que es de hecho indisociable de la cabeza, nuestro cuerpo es sólo objeto de cuestiones superficiales y mal planteadas. Sentimos la rigidez del cuerpo, las restricciones que nos impone, hasta el malestar e incluso hasta el sufrimiento. Sin embargo, nos resulta prácticamente imposible analizarnos y conocer las causas reales de ese malestar. Su origen queda enmascarado por un detalle que retiene la atención: un vientre prominente, un hombro más alto que otro, un dedo del pie que duele... O bien uno es «nervioso», padece de insomnio o digiere mal. A veces, un solo árbol puede ocultar el bosque. El cuerpo tiene sus razones, Thérèse Bertherat
Vivir el cuerpo
Tenemos la mala costumbre de ponernos rígidos, en lugar de encontrar nuestro peso en el bajo vientre (Hara). Contraemos la mandíbula, los hombros, … nos centramos en la cabeza que muchas veces nos traiciona… Poco a poco, nos volvemos tensos, petrificados, sin soltura y sin flexibilidad.
¡Dejemos de situarnos en la cabeza y vivamos nuestro cuerpo entero!
El viejo maestro pidió a su joven discípulo, que estaba muy triste, que se llenase la mano de sal, colocase la sal en un vaso de agua y bebiese.
– ¿Cómo sabe? – le preguntó el maestro.
– Fuerte y desagradable – respondió el joven aprendiz.
Parábola de la sal
El maestro sonrió y le pidió que se llenase la mano de sal nuevamente. Después, lo condujo silenciosamente hasta un lindo lago, donde pidió al joven que derramase la sal.
El viejo Sabio le ordenó entonces:
– Bebe un poco de esta agua.
Mientras el agua se escurría por la barbilla del joven, el maestro le preguntó:
– ¿Cómo sabe?
– Agradable – contestó el joven.
– ¿Sientes el sabor a sal? – le preguntó el maestro.
– No – le respondió el joven.
El maestro y el discípulo se sentaron y contemplaron el bonito paisaje.
Después de algunos minutos, el Sabio le dijo al joven:
– El dolor existe. Pero el dolor depende de donde lo colocamos.
Cuando sientas dolor en tu alma, debes aumentar el sentido de todo lo que está a tu alrededor.
Tenemos que dejar de ser del tamaño de un vaso y convertirnos en un lago grande, amplio y sereno.
«El silencio es el elemento en el que se forman todas las cosas grandes». Thomas Carlyle
Florence Nightingale, precursora de la enfermería moderna, afirmó: «El ruido innecesario es la falta de atención más cruel que se le puede infligir a una persona, ya esté sana o enferma». Javier Melloni, antropólogo, teólogo, escritor y jesuita, reitera que «el silencio no es la ausencia de ruido, sino la ausencia de ego».
Cada vez más a menudo las personas estamos enganchadas al móvil, a la tablet, a las series... ¿Somos de verdad capaces de parar, de dejar el móvil, de preguntarnos qué es tan urgente que no puede esperar?, ¿somos capaces de contemplar el silencio y no angustiarnos?
¿Somos capaces de parar?
Hoy en día vivimos en una sociedad donde el silencio es algo inexistente o poco frecuente, sobre todo en grandes ciudades, dejando paso al gran protagonista, el ruido. En la calle, en los bares, en las escuelas, en casa, es habitual que haya varias fuentes de ruido y resulta casi obligado focalizar la atención en lo que más interese en cada momento. Todos nosotros estamos expuestos al alboroto, a la estridencia constante del tránsito, a la tendencia a favorecer y a propiciar el malhumor, la irritabilidad y la inquietud, entre otros síntomas.
El tiempo cambia muy rápido, las expectativas y las exigencias alrededor de todos nosotros, también. Cada vez es más frecuente observar un patrón continuo de nula o escasa atención, de prisas, de impulsividad, de malhumor, de inmediatez, que impiden poder escuchar (se) y parar un momento.
Además, hay otros factores: el sistema capitalista produce tecnología a un ritmo trepidante, y observar este devenir no es una tarea fácil para nadie. Cada vez vemos más a menudo a niños, jóvenes y adolescentes realizando los deberes con la televisión de fondo, el móvil al lado, oscilando continuamente de un estímulo a otro y cada vez más, adultos incluidos, desconectados de ellos mismos y de su entorno. Incluso, se observa que cuando estos niños/adolescentes van a la cama se quedan dormidos con el móvil en la mano, la televisión puesta o la pantalla del portátil encendida. Pasan los días, las semanas y los meses, sin que probablemente hayan disfrutado de unos minutos de silencio, de paz, de conexión con ellos mismos.
El silencio es el elemento en el que se forman todas las cosas grandes
Nuestro cerebro necesita el silencio casi tanto como nuestros pulmones, el oxígeno. La meditación, la respiración y, por supuesto, todas aquellas prácticas que acompañan, tranquilizan el cuerpo, la mente y el espíritu. Estos ejercicios, como un lugar para hablar sosegado y tranquilo, ayudan a conocerse mejor, a valorarse, a tranquilizarse, a expresarse.
Parar y disfrutar del silencio nos permite pensar y cuestionarnos si estamos haciendo bien o mal las cosas, a tomar decisiones y a obtener mejores resultados en las actividades que se planean llevar a cabo.